Empezar una historia (IV)
Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.
Aquí tenéis un principio de cuento perteneciente a Joy Williams, del libro "Cuentos escogidos".
Preparativos para un collie
Está Jane, está Jackson y está
David. Está el perro.
David está enterrando un pájaro.
Tiene una lata que antes había contenido té y está cavando un agujero debajo de
la ventana de la cocina. Murmura y llora un poco. Dedica la mañana del domingo
a la tarea. Tiene cinco años.
Jackson sale y dice:
—Ese agujero es demasiado grande.
Empezar una historia (III)
Para
empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes
escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos,
aprenderemos el cómo.
Aquí tenéis tres principios de cuentos pertenecientes a Roald Dahl, del libro "Cuentos completos".
Mi querida esposa
Durante muchos años he tenido la
costumbre de echar la siesta después de la comida. Me siento en un sillón en el
cuarto de estar, apoyo la cabeza en un cojín y los pies en un pequeño taburete
de piel y leo hasta quedar dormido.
Aquel viernes por la tarde yo
estaba cómodamente en mi sillón con un libro entre las manos: El género
de los lepidópteros diurnos, cuando mi esposa, que nunca ha sido una
persona silenciosa, comenzó a hablarme desde el sofá de enfrente.
—Estas dos personas. ¿A qué hora
vienen?
No contesté, ella repitió la
pregunta, esta vez más fuerte. Le dije cortésmente que lo ignoraba.
—No me gustan demasiado —dijo
ella—, en especial él.
—Sí, querida, tienes razón.
—Arthur, digo que no me gustan
demasiado.
Bajé mi libro y la miré. Estaba recostada en el sofá hojeando una revista de modas.
La visita
No hace mucho tiempo, un voluminoso cajón de madera fue depositado en la puerta de mi casa por el servicio ferroviario de reparto a domicilio. Se trataba de un objeto insólitamente resistente y bien construido, hecho de algún tipo de madera dura, de color rojo oscuro, bastante parecida a la caoba. Lo levanté con mucha dificultad y, tras ponerlo sobre una mesa del jardín, lo examiné cuidadosamente. En uno de sus lados decía que había llegado de Haifa a bordo del Waverley Star, pero no pude encontrar el nombre ni la dirección del remitente. Traté de pensar en alguien que viviese en Haifa o por allí y que deseara enviarme un regalo magnífico. No se me ocurrió nadie. Me dirigí lentamente hacia el cobertizo donde guardaba los aperos de jardinería sumido aún en profundas reflexiones sobre el asunto, y volví con un martillo y un destornillador. Luego empecé a levantar con mucho cuidado la tapa del cajón.
¡Estaba lleno de libros! ¡Unos
libros extraordinarios! Uno por uno los fui sacando del cajón (sin hojearlos
aún) y los dejé sobre la mesa, formando tres montones elevados. Había
veintiocho volúmenes en total y he de confesar que eran bellísimos. Cada uno de
ellos estaba encuadernado idéntica y soberbiamente en lujoso tafilete color
verde, con las iniciales O. H. C. y un número romano (del I al XXVIII) estampado
en oro sobre el lomo.
Cogí el volumen que tenía más a
mano, el número XVI, y lo abrí. Las páginas, blancas y sin rayar, aparecían rellenas
de una letra pequeña y pulcra escrita con tinta negra. En la portada constaba
una fecha: «1934». Nada más. Cogí otro volumen, el número XXI. Contenía
más páginas escritas con la misma letra, pero en la portada decía «1939». Lo
dejé sobre la mesa y cogí el volumen I con la esperanza de
encontrar en él un prefacio o algo parecido, o tal vez el nombre del autor. En
lugar de ello, dentro de la cubierta del libro encontré un sobre. Iba dirigido
a mí. Extraje la carta que contenía y eché un rápido vistazo a la firma. Oswald
Hendryks Cornelius, decía.
¡Era el tío Oswald!
Ningún miembro de la familia había
tenido noticias del tío Oswald desde hacía más de treinta años.
La princesa y el cazador furtivo
Aunque ya había cumplido los
dieciocho años, Hengist seguía sin mostrar deseo alguno de ser cestero como su
padre. Incluso se negaba a recoger mimbres en el río. Sus padres, muy
entristecidos por esta circunstancia, eran lo bastante sensatos como para saber
que casi nunca sirve de nada forzar a un joven a que trabaje en un oficio que
no le gusta.
Hengist era un joven de aspecto
extraordinariamente desagradable. Con su cuerpo achaparrado, sus piernas cortas
y arqueadas, sus brazos larguísimos y su cara arrugada, recordaba a un simio o
un gorila. Era fortísimo, capaz de hacerle un nudo a una barra de hierro de
cinco centímetros de grueso, y en una ocasión sacó en brazos de una zanja a un
caballo que había caído en ella.
Naturalmente, Hengist se interesaba
por las muchachas. Sin embargo, y como era de esperar, ninguna doncella, ni
hermosa ni fea, manifestaba por él ningún interés. Hengist era, sin duda,
bastante simpático, pero el grado de fealdad que una mujer puede tolerar en un
hombre tiene un límite, y Hengist lo superaba de largo. De hecho, tan extrema
era su fealdad que excepto su madre ninguna mujer quería tener tratos con él.
El muchacho se sentía afligido por este hecho a todas luces injusto, pues nadie
es responsable de su aspecto.
Empezar una historia (II)
Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.
Aquí tenéis dos principios de cuento pertenecientes a William Goyen, del libro "Cuentos completos".
El coyote
Una tarde de finales de otoño hubo
una gran conmoción entre la gente del valle del río. Alguien había visto un
coyote rojo que corría por el camino a Cranestown con un pavo de la granja de
los Coopers en la boca. Mark Coopers organizó con rapidez una partida porque,
además de sus pavos, también estaban en peligro las ovejas, terneros y pollos
de otras granjas. Él sabía cómo convocar a los hombres de Cranestown ante el
más mínimo indicio de lo que, a su criterio, podía ser un desastre o un peligro
para todos, y en especial para él mismo. Se organizó con rapidez una partida
para cazar al ladrón.
—Hay
alguien tirado en el campo —vino a decirnos mi hermanito.
Eran las ocho en punto de la mañana
y hacía tanto calor que la hierba despedía humo y los saltamontes cantaban.
Durante días, había corrido la voz de que llegaba un huracán. Desde ayer
sentíamos sus indicios: una quietud en el aire seguida por la abrupta
ondulación del viento; el cielo parecía más alto y parecía lavado.
—Debe de ser un molinero borracho
que duerme en la hierba o un vagabundo. Hasta puede ser tu tío Bud, quién sabe
—me dijo mi padre—. Ve a ver qué es.
—Ven conmigo —le pedí—. Tengo
miedo.
Encontramos a una pobre criatura
golpeada que no respondía a las llamadas de mi padre. Llevamos a la persona
inconsciente al porche trasero y la acostamos en el sillón.
Empezar una historia (I)
Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.
Aquí tenéis cinco principios de cuentos pertenecientes a Jose María Merino, de su libro "Cuentos del reino secreto".
El nacimiento en el
desván
En tres días se puso oscuro y frío, hasta
que acabó por nevar. Él se había quedado dormitando en el sillón, como de
costumbre, cuando Gregoria llegó corriendo.
—¡Nevando en junio! —voceaba—. ¡Nunca se
viera cosa igual! ¡Despierte! ¡Nieva!
Se levantó, asustando al gato que
dormitaba también tumbado a sus pies, y se acercó a los ventanales. Los copos
pequeños, en masas nutridas, desaparecían de modo instantáneo al tropezar con
los tejados y la tierra de la calle. Por encima de aquel espeso torrente
blanco, y a pesar de las nubes oscuras, la tarde resplandecía.
La prima
Rosa
Mi prima metió la llave en la cerradura y se ayudó con ambas manos
para hacerla girar. Empujó la puerta, que se abrió con resistencia chirriante.
La negrura, abalanzada de pronto sobre nosotros, se detuvo en el mismo quicio y
quedó entreverada por súbitos flecos de claridad.
—Hala, pasa —me dijo.
Buscador de
prodigios
Por la mañana, mi abuelo me dijo que tenía que acompañar al
buscador de prodigios.
—Julianín, hijo, vas a subir a esos señores hasta la cueva. Te
llevas la mula. Tu madre os va a poner la comida y mantas. Mañana por la mañana
regresáis.
El buscador de prodigios mojaba en el café con leche tajadas de
hogaza untadas de mantequilla y miel, y se las comía a grandes mordiscos.
Estaba muy inclinado hacia delante y había extendido sobre la mesa el brazo
izquierdo, rodeando el tazón, como en un gesto inconsciente de protección y
resguardo de su desayuno. Su mujer comía también, pero sin muchas ganas, con la
mirada perdida. Era una chica joven, de ojos claros, con un pelo pajizo y lacio
que le caía sin gracia alrededor de la cabeza.
Valle del
silencio
—Acaso para ti, por tu origen, todo esto sea más familiar —dijo
Lucius Pompeius—. Pero te confieso que yo he recorrido muchos caminos del mundo
bárbaro y no he hallado un sitio donde los misterios acechen de tal modo.
Empezaba a amanecer sobre el paisaje plácido. Sólo los trinos de
los pájaros servían de contraste al silencio que reposaba sobre todo como una
bóveda suave y transparente. A los lados, las altas peñas se iban iluminando
con el resplandor blanco amarillento del sol primero.
Ellos llevaban sus monturas al paso, mientras se adentraban en el
valle. Las pisadas de los caballos retumbaban en las oquedades del monte.
El soñador
Despertó en el más seguro olvido de todo: de su identidad, del
lugar en que se encontraba, de los objetos que lo rodeaban entre la penumbra
suave. Era como si acabase de aparecer en una realidad recién creada, sin
pasado ni precedente alguno.
Sin embargo, aunque se mantuvo expectante, no tuvo miedo. Olía a
humo de leña, a sopas, y una conversación retumbaba con sonoridad doméstica y
regular en el piso de abajo, a través del entarimado.
Fue entonces capaz ya de encontrar algo reconocible: la voz
chillona de Inés, alternando sus palabras con una voz juvenil. Al punto recordó
la amplia cocina, con el gran escaño, el pote colgado sobre el fuego, el gato
dormitando a un lado de la lumbre, y supo ya quién era, reconociendo, más allá
de las grandes cortinas, el viejo armario de techo a dos aguas —tal que una
pequeña casa de madera— y los vidrios emplomados que azuleaban la luz de la
mañana.
Calpurnia Tate
Vi unas cuantas huellas huidizas que habían dejado los pájaros y otras
criaturas pequeñas, sin duda tan confundidas como yo ante ese universo blanco y
silente. Y cómo no iban a estarlo, si la última nevada había sido décadas
atrás. Teniendo en cuenta que un pinzón sólo vivía dos años,
Los pies se me estaban convirtiendo en bloques de hielo y me di cuenta de
que estaba agotada. Di media vuelta y regresé. Era la primera mañana del primer
día del nuevo siglo y la nieve cubría el suelo. Cualquier cosa era posible.
La casa empezaba a mostrar sus signos habituales de vida matutina. Vi que
mi abuelo me observaba desde su ventana de arriba; alzó una mano y me saludó, y
yo le devolví el saludo.
Nos quedamos así un instante y luego corrí hacia el calor de nuestro
hogar.
Jacqueline Kelly (La evolución de Calpurnia Tate)
Esa noche
Esa noche Coraline se tumbó en la cama después de bañarse y cepillarse
los dientes, y se puso a mirar el techo con los ojos muy abiertos.
Hacía bastante calor, y como la mano se había ido, abrió de par en par la
ventana de su habitación. Le había pedido a su padre que no echase del todo las
cortinas.
Su nuevo uniforme escolar estaba cuidadosamente colocado sobre la silla
para que se lo pusiera al levantarse.
Por lo general, en la noche previa al primer día del curso Coraline se
sentía inquieta y nerviosa. Pero entonces comprendió que nunca volvería a darle
miedo nada relacionado con el colegio.
Le pareció que el aire de la noche le llevaba una música celestial: el
tipo de música que sólo se interpreta con diminutos trombones, trompetas y
fagots de plata, con flautines y tubas tan pequeños y frágiles que sus botones
sólo los pueden tocar los rosados deditos de los ratones blancos.
Coraline se imaginó que regresaba al sueño en que jugaba con las dos
niñas y el niño, y sonrió.
Cuando asomaron las primeras estrellas, Coraline se durmió
definitivamente mientras la suave música del circo de ratones invadía el aire
cálido del anochecer, anunciándole al mundo que el verano casi había terminado.
Neil Gaiman (Coraline)