La muralla de Lugo

 Lugo, 171 d.C.

 

Eran tiempos duros por aquella época. Y Solum lo sabía. Solum se estaba muriendo, lentamente, muy lentamente. Tenía un dolor en el estómago que le punzaba cada vez que no comía. Solum se estaba muriendo de hambre. Todo el mundo se moría de hambre. Hacía ya tiempo que no paseaba la alegría por la muralla. En algún momento sin que nadie se diese cuenta la alegría y la esperanza se habían fugado de los corazones de los lucenses. Y ya no había regresado. Solum veía como la muralla también notaba eso en falta y como cada vez se le caían más piedras, contagiada de pesimismo. Todo había empezado unas semanas atrás cuando una espada atravesó el cuerpo del general Magnus Fides de la mano de su enemigo Tiziano Ibidem; el más temido entre los centuriones romanos, en los que ahora reinaba el caos puesto que todos querían continuar el legado de Magnus. Las rencillas entre los centuriones ya empezaban a convertirse en rutina y eso tampoco contribuía al bienestar de los habitantes de Lucus Augusti. Solum se convencía de que no vería al optimismo regresar. Por otra parte, en su interior, en lo más profundo de su ser, sabía que aún había una ínfima esperanza. 

Aquel día una niebla espesa enmantaba a la muralla. Solum sentía punzadas en el estómago. No había comido en tres días. Le llegó un rastro de algo que podría considerarse comida. Olfateó y encontró un hueso de vaca casi entero. Se acercó cuando, de repente, salió de un recodo de la muralla un inmenso perro, por sus pintas también callejero y se abalanzó con agresividad sobre el hueso. Solum, aterrorizado, gimió y escondió el rabo entre las piernas. Su cuerpo le pedía salir corriendo de allí inmediatamente, pero algo de su instinto cánido le hizo quedarse ahí. Supo entonces lo que era. Distinguió el brillo de sus ojos. Era un brillo de miedo. De supervivencia. Entonces, Solum sacó el rabo de entre las piernas y se fue lentamente, aunque sabía perfectamente que aquel perrazo, por muy imponente que pareciese, no le haría nada. El perro profirió un sonido gutural, engulló la mitad del hueso y resopló. Algo duro y hueco golpeó a Solum. Un hueso. Solum se giró, pero entonces el perro ya había desaparecido. Sonrió. Él le entendía. Sabía lo que era estar pasando hambre, sabía lo que era que te tratasen peor que a un hereje, sabía lo que era vivir con el miedo de que cualquier día que abrieras los ojos… Podrías estar muerto. Solum se comió lo que le había dejado el perro callejero y se llevó el hueso ya sin nada que se pudiera aprovechar para entretenerse a la sombra de la muralla.

               *                                             *                                             *

-          ¡Traidor!

-          ¡Bellaco!

Entrechocaron los escudos con fuerza. Solum los vió girar sobre sí mismos dándose espadazos y golpes

-          ¡Solo la escoria como tú puede decir eso!

-          ¡Y solo un meapilas como tú tiene las agallas de rebatírmelo!

Solum ya había estado presente en muchas de aquellas peleas. Sabía cómo terminaría. Sangre y más enemistad. Los centuriones seguían luchando. Una espada tajó a Solum en la espalda. Solum gimió.

-          ¡Aparta de ahí chucho asqueroso! -Uno de los centuriones le dio una patada a Solum en el costado.

Solum se levantó y renqueando por el dolor agudo del costado se fue a su sitio favorito de la muralla.

                               *                                             *                                             *

Solum se sentía débil y le costaba respirar. Atardecía lentamente. El sol se iba. Igual que el alma de Solum. Supo entonces que aquella patada le había roto por dentro. Notó un sabor a sangre y polvo en los labios. Con sus últimas fuerzas se acercó a la muralla y se apoyó en el muro que le había dado cobijo toda su vida. “Nunca he sido un perro callejero. La muralla ha sido mi hogar”- Solum cerró los ojos sabiendo que ese era su final. Exhaló y así, se le escapó su último soplo de vida.

Marina E.