Se llama Jay. Tiene once años y es un niño normal y corriente, aunque
tiende a importunar a la gente con sus preguntas. «¿Por qué haces esto?» «¿Para
qué sirve eso?» «¿Qué son esas cosas de ahí?» Su insaciable curiosidad —que los
mayores ven con malos ojos y a los de su misma edad les resulta cargante— hace
que tenga pocos amigos, pero, en general, como no se cansa de decirle su madre
a la gente, no da problemas.
Hoy el niño no piensa en nada. Hace un día espléndido, y sabe que el
calor que nota en la espalda y la viva luz del sol no durarán mucho. Los
pájaros ya se están reuniendo, preparándose para partir; no quiere malgastar ni
un momento en pensar. Llega al arroyo y se pone de rodillas para lavarse,
siente el frío gélido en la cara y el cuello, se retira el sudor. Luego se
inclina y bebe, cogiendo el agua con las manos y sorbiéndola.
Se acuclilla y mira fijamente el agua, que refleja el sol en su
recorrido; escucha las aves y el leve sonido de la brisa en los árboles que
crecen al otro lado del arroyo. Después oye un ruido extraño, grave, casi
incluso melódico. Cesa, y Jay cabecea. Acto seguido se quita el odre para
llenarlo.
El ruido comienza de nuevo, el mismo tono, como el viento que se cuela
por la rendija de una ventana en invierno. Llega del otro lado de un gran
afloramiento rocoso que obliga al arroyo a curvarse en su descenso por la
colina. Se levanta, se sacude el polvo de las desnudas rodillas y se mueve por
el agua hacia el lugar de donde él cree que proviene el sonido.
En el peñasco hay un saliente, y justo debajo se observa una hendidura
que forma una pequeña cueva. Dentro está oscuro y se percibe un olor leve, no
del todo desagradable, a vegetación podrida. Entrecierra los ojos para ver en
la oscuridad, pero no distingue nada. Es muy desconcertante, pero nada más. No
tiene miedo.
Iain Pears (Arcadia)