Pobre cabaciña

 A pobre cabaciña estaba triste.

Todos os nenos e nenas que se achegaban a ela saían correndo asustados.

Cabaciña só podía poñer cara de medo.

Cabaciña quería estar contenta.

Así que un día falou coa súa mellor amiga, que era outra cabaza.

A súa amiga díxolle que elas eran cabazas de Samaín.

As cabazas de Samaín non poden estar contentas. Teñen que dar medo.

Pero cabaciña quería estar contenta.

Un día, un home comezou a quitar as cabazas.

Ela quixo saber por que.

Xa rematou o Samaín, dixo. Pronto chegará o Nadal.

As cousas de Nadal están contentas, pensou cabaciña. Ela tamén quería. Non era xusto que agora as quitasen a elas e non lles deran a oportunidade de seren felices.

O señor achegouse a ela e díxolle que falara cun neno da vila. Quizais un neno podería facer algo.

Se cadra podía pintarlle unha cara contenta.

O home levou a cabaciña e á súa amiga á casa dunha nena.

Queremos estar contentas, dixeron as cabaciñas.

A nena pensou niso e deu coa solución.

A rapaza puxo unha cabaza encima da outra, pintounas de branco e púxolles unha bufanda vermella.

Agora, só falta unha cenoria.

E as cabazas, por fin, puxéronse contentas.


Daniela D.

La muralla de Lugo

 Lugo, 171 d.C.

 

Eran tiempos duros por aquella época. Y Solum lo sabía. Solum se estaba muriendo, lentamente, muy lentamente. Tenía un dolor en el estómago que le punzaba cada vez que no comía. Solum se estaba muriendo de hambre. Todo el mundo se moría de hambre. Hacía ya tiempo que no paseaba la alegría por la muralla. En algún momento sin que nadie se diese cuenta la alegría y la esperanza se habían fugado de los corazones de los lucenses. Y ya no había regresado. Solum veía como la muralla también notaba eso en falta y como cada vez se le caían más piedras, contagiada de pesimismo. Todo había empezado unas semanas atrás cuando una espada atravesó el cuerpo del general Magnus Fides de la mano de su enemigo Tiziano Ibidem; el más temido entre los centuriones romanos, en los que ahora reinaba el caos puesto que todos querían continuar el legado de Magnus. Las rencillas entre los centuriones ya empezaban a convertirse en rutina y eso tampoco contribuía al bienestar de los habitantes de Lucus Augusti. Solum se convencía de que no vería al optimismo regresar. Por otra parte, en su interior, en lo más profundo de su ser, sabía que aún había una ínfima esperanza. 

Aquel día una niebla espesa enmantaba a la muralla. Solum sentía punzadas en el estómago. No había comido en tres días. Le llegó un rastro de algo que podría considerarse comida. Olfateó y encontró un hueso de vaca casi entero. Se acercó cuando, de repente, salió de un recodo de la muralla un inmenso perro, por sus pintas también callejero y se abalanzó con agresividad sobre el hueso. Solum, aterrorizado, gimió y escondió el rabo entre las piernas. Su cuerpo le pedía salir corriendo de allí inmediatamente, pero algo de su instinto cánido le hizo quedarse ahí. Supo entonces lo que era. Distinguió el brillo de sus ojos. Era un brillo de miedo. De supervivencia. Entonces, Solum sacó el rabo de entre las piernas y se fue lentamente, aunque sabía perfectamente que aquel perrazo, por muy imponente que pareciese, no le haría nada. El perro profirió un sonido gutural, engulló la mitad del hueso y resopló. Algo duro y hueco golpeó a Solum. Un hueso. Solum se giró, pero entonces el perro ya había desaparecido. Sonrió. Él le entendía. Sabía lo que era estar pasando hambre, sabía lo que era que te tratasen peor que a un hereje, sabía lo que era vivir con el miedo de que cualquier día que abrieras los ojos… Podrías estar muerto. Solum se comió lo que le había dejado el perro callejero y se llevó el hueso ya sin nada que se pudiera aprovechar para entretenerse a la sombra de la muralla.

               *                                             *                                             *

-          ¡Traidor!

-          ¡Bellaco!

Entrechocaron los escudos con fuerza. Solum los vió girar sobre sí mismos dándose espadazos y golpes

-          ¡Solo la escoria como tú puede decir eso!

-          ¡Y solo un meapilas como tú tiene las agallas de rebatírmelo!

Solum ya había estado presente en muchas de aquellas peleas. Sabía cómo terminaría. Sangre y más enemistad. Los centuriones seguían luchando. Una espada tajó a Solum en la espalda. Solum gimió.

-          ¡Aparta de ahí chucho asqueroso! -Uno de los centuriones le dio una patada a Solum en el costado.

Solum se levantó y renqueando por el dolor agudo del costado se fue a su sitio favorito de la muralla.

                               *                                             *                                             *

Solum se sentía débil y le costaba respirar. Atardecía lentamente. El sol se iba. Igual que el alma de Solum. Supo entonces que aquella patada le había roto por dentro. Notó un sabor a sangre y polvo en los labios. Con sus últimas fuerzas se acercó a la muralla y se apoyó en el muro que le había dado cobijo toda su vida. “Nunca he sido un perro callejero. La muralla ha sido mi hogar”- Solum cerró los ojos sabiendo que ese era su final. Exhaló y así, se le escapó su último soplo de vida.

Marina E.

Punto de partido

 - ¡Punto de partido!

Una pista de cemento. Hacía un calor horrible. Recuerdo los murmullos de mi padre a un lado de la pista. Aunque no entendí muy bien lo que decía. Me concentré. Lancé la pelota por encima de mi cabeza y… No, no estaba preparado. La dejé caer. Me concentré todavía más. No sé cómo, pero en menos de una centésima, recordé todos los momentos que me había dado el tenis, cada golpe, cada punto, cada lección de vida, cada decepción, cada alegría, cada compañero que, poco a poco se fue convirtiendo en un amigo, en un acompañante para esta vida, tan dura, pero a la vez tan bonita que nos une a todos los de esta especie tan especial que somos. Lancé la pelota por encima de mi cabeza…

Soy Juan. Lo cierto es que yo, era una gran promesa del tenis. Se me metió demasiado en la cabeza. ¡Un mal movimiento… Ah! Los gritos de mi padre, junto con el dolor me inundaron la cabeza. Lo último que puedo recordar fueron los desolados gritos y lloros de dolor que sentía. Me desperté en el hospital con mucha gente delante. Mi entrenador. Mi padre. Familiares. Amigos…

No soy especialista en absolutamente nada. Vivo solo. En un apartamento desordenado, sucio… No es mi fuerte eso de la limpieza. Realmente, mi único objetivo en la vida es ir a trabajar a un club de tenis. Cobrar lo justo para comer y… y ya.

Cuando estaba en el mejor momento de mi corta carrera, cuando tenía tan solo quince años. Estaba jugando la semifinal de uno de los torneos mas grandes del planeta. El Roland Garros de París Júnior. Estaba haciendo un gran partido. Y en un abrir y cerrar de ojos. Ya estaba en el final del partido.

 

- ¡Punto de partido!

Una pista de cemento. Hacía un calor horrible. Recuerdo los murmullos de mi padre a un lado de la pista. Aunque no entendí muy bien lo que decía. Me concentré. Lancé la pelota por encima de mi cabeza y… No, no estaba preparado. La dejé caer. Me concentré todavía más. No sé cómo, pero en menos de una centésima, recordé todos los momentos que me había dado el tenis, cada golpe, cada punto, cada lección de vida, cada decepción, cada alegría, cada compañero que, poco a poco se fue convirtiendo en un amigo, en un acompañante para esta vida, tan dura, pero a la vez tan bonita que nos une a todos los de esta especie tan especial que somos. Lancé la pelota por encima de mi cabeza. La golpeé. El sonido que desprendió la fricción de la raqueta impactando la pelota entró rebitando por el conducto auditivo de mis oídos. No era un mal golpe. Entró perfectamente. El peloteo fue muy intenso. El sonido de los golpes se escuchaba perfectamente sobre el rotundo silencio de la grada. Los dos hicimos un gran punto. Un punto muy muy largo. Un punto que, al final, se acabó llevando mi contrincante.

FIN

Nando P.

Empezar una historia (IV)

 


Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.

Aquí tenéis un principio de cuento perteneciente a Joy Williams, del libro "Cuentos escogidos".



Preparativos para un collie


Está Jane, está Jackson y está David. Está el perro.

David está enterrando un pájaro. Tiene una lata que antes había contenido té y está cavando un agujero debajo de la ventana de la cocina. Murmura y llora un poco. Dedica la mañana del domingo a la tarea. Tiene cinco años.

Jackson sale y dice:

—Ese agujero es demasiado grande.


Empezar una historia (III)

 


Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.

Aquí tenéis tres principios de cuentos pertenecientes a Roald Dahl, del libro "Cuentos completos".


Mi querida esposa

Durante muchos años he tenido la costumbre de echar la siesta después de la comida. Me siento en un sillón en el cuarto de estar, apoyo la cabeza en un cojín y los pies en un pequeño taburete de piel y leo hasta quedar dormido.

Aquel viernes por la tarde yo estaba cómodamente en mi sillón con un libro entre las manos: El género de los lepidópteros diurnos, cuando mi esposa, que nunca ha sido una persona silenciosa, comenzó a hablarme desde el sofá de enfrente.

—Estas dos personas. ¿A qué hora vienen?

No contesté, ella repitió la pregunta, esta vez más fuerte. Le dije cortésmente que lo ignoraba.

—No me gustan demasiado —dijo ella—, en especial él.

—Sí, querida, tienes razón.

—Arthur, digo que no me gustan demasiado.

Bajé mi libro y la miré. Estaba recostada en el sofá hojeando una revista de modas.




La visita



No hace mucho tiempo, un voluminoso cajón de madera fue depositado en la puerta de mi casa por el servicio ferroviario de reparto a domicilio. Se trataba de un objeto insólitamente resistente y bien construido, hecho de algún tipo de madera dura, de color rojo oscuro, bastante parecida a la caoba. Lo levanté con mucha dificultad y, tras ponerlo sobre una mesa del jardín, lo examiné cuidadosamente. En uno de sus lados decía que había llegado de Haifa a bordo del Waverley Star, pero no pude encontrar el nombre ni la dirección del remitente. Traté de pensar en alguien que viviese en Haifa o por allí y que deseara enviarme un regalo magnífico. No se me ocurrió nadie. Me dirigí lentamente hacia el cobertizo donde guardaba los aperos de jardinería sumido aún en profundas reflexiones sobre el asunto, y volví con un martillo y un destornillador. Luego empecé a levantar con mucho cuidado la tapa del cajón.

¡Estaba lleno de libros! ¡Unos libros extraordinarios! Uno por uno los fui sacando del cajón (sin hojearlos aún) y los dejé sobre la mesa, formando tres montones elevados. Había veintiocho volúmenes en total y he de confesar que eran bellísimos. Cada uno de ellos estaba encuadernado idéntica y soberbiamente en lujoso tafilete color verde, con las iniciales O. H. C. y un número romano (del I al XXVIII) estampado en oro sobre el lomo.

Cogí el volumen que tenía más a mano, el número XVI, y lo abrí. Las páginas, blancas y sin rayar, aparecían rellenas de una letra pequeña y pulcra escrita con tinta negra. En la portada constaba una fecha: «1934». Nada más. Cogí otro volumen, el número XXI. Contenía más páginas escritas con la misma letra, pero en la portada decía «1939». Lo dejé sobre la mesa y cogí el volumen I con la esperanza de encontrar en él un prefacio o algo parecido, o tal vez el nombre del autor. En lugar de ello, dentro de la cubierta del libro encontré un sobre. Iba dirigido a mí. Extraje la carta que contenía y eché un rápido vistazo a la firma. Oswald Hendryks Cornelius, decía.

¡Era el tío Oswald!

Ningún miembro de la familia había tenido noticias del tío Oswald desde hacía más de treinta años. 

 

 La princesa y el cazador furtivo

Aunque ya había cumplido los dieciocho años, Hengist seguía sin mostrar deseo alguno de ser cestero como su padre. Incluso se negaba a recoger mimbres en el río. Sus padres, muy entristecidos por esta circunstancia, eran lo bastante sensatos como para saber que casi nunca sirve de nada forzar a un joven a que trabaje en un oficio que no le gusta.

Hengist era un joven de aspecto extraordinariamente desagradable. Con su cuerpo achaparrado, sus piernas cortas y arqueadas, sus brazos larguísimos y su cara arrugada, recordaba a un simio o un gorila. Era fortísimo, capaz de hacerle un nudo a una barra de hierro de cinco centímetros de grueso, y en una ocasión sacó en brazos de una zanja a un caballo que había caído en ella.

Naturalmente, Hengist se interesaba por las muchachas. Sin embargo, y como era de esperar, ninguna doncella, ni hermosa ni fea, manifestaba por él ningún interés. Hengist era, sin duda, bastante simpático, pero el grado de fealdad que una mujer puede tolerar en un hombre tiene un límite, y Hengist lo superaba de largo. De hecho, tan extrema era su fealdad que excepto su madre ninguna mujer quería tener tratos con él. El muchacho se sentía afligido por este hecho a todas luces injusto, pues nadie es responsable de su aspecto.



Empezar una historia (II)

 


Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.

Aquí tenéis dos principios de cuento pertenecientes a William Goyen, del libro "Cuentos completos".


El coyote

Una tarde de finales de otoño hubo una gran conmoción entre la gente del valle del río. Alguien había visto un coyote rojo que corría por el camino a Cranestown con un pavo de la granja de los Coopers en la boca. Mark Coopers organizó con rapidez una partida porque, además de sus pavos, también estaban en peligro las ovejas, terneros y pollos de otras granjas. Él sabía cómo convocar a los hombres de Cranestown ante el más mínimo indicio de lo que, a su criterio, podía ser un desastre o un peligro para todos, y en especial para él mismo. Se organizó con rapidez una partida para cazar al ladrón.



 

 Preciada puerta

—Hay alguien tirado en el campo —vino a decirnos mi hermanito.

Eran las ocho en punto de la mañana y hacía tanto calor que la hierba despedía humo y los saltamontes cantaban. Durante días, había corrido la voz de que llegaba un huracán. Desde ayer sentíamos sus indicios: una quietud en el aire seguida por la abrupta ondulación del viento; el cielo parecía más alto y parecía lavado.

—Debe de ser un molinero borracho que duerme en la hierba o un vagabundo. Hasta puede ser tu tío Bud, quién sabe —me dijo mi padre—. Ve a ver qué es.

—Ven conmigo —le pedí—. Tengo miedo.

Encontramos a una pobre criatura golpeada que no respondía a las llamadas de mi padre. Llevamos a la persona inconsciente al porche trasero y la acostamos en el sillón.