Quizá se debía a que era
la única posada de los alrededores.
Por eso casi nadie se
fijó en el sujeto que entró aquella noche para pedir una habitación, y eso que
no tenía muy buena catadura. Era alto, flaco, huesudo y avinagrado, y vestía
completamente de negro. Se tapaba con una capucha y todo él tenía un cierto
aire siniestro. Además, llevaba un cuervo negro de ojos amarillos cómodamente
instalado sobre su hombro izquierdo.
Ni siquiera Ratón se paró
a mirarlo, aunque siempre se fijaba en todo; pero en aquel preciso momento
estaba muy entretenido viendo la partida de cartas que se desarrollaba en una
de las mesas. Casi todos los jugadores hacían trampas, pero nadie acusaba a
nadie, no fuera que lo pillasen a él también. La verdad es que era una partida
un poco complicada.
Ratón era un muchacho
pelirrojo y pecoso. Tenía los incisivos superiores un poco salidos, y por eso
todo el mundo lo llamaba así desde que podía recordar. Ratón era huérfano y
trabajaba como mozo en la posada del Ogro Gordo. Era un trabajo duro y
exigente, pero le gustaba, porque podía conocer a mucha gente, escuchar las
historias que contaban los mercaderes llegados de tierras lejanas, y hasta ver
partidas de cartas amañadas. ¿Qué más podía pedir?
Así que aquel misterioso
tipejo vestido de negro subió hasta su habitación sin que Ratón se diera
cuenta. Si hubiese sabido la de problemas que le iba a traer aquel oscuro
personaje, seguro… seguro que le habría prestado bastante más atención…
En cuanto el posadero lo
dejó solo, el hombre de negro salió de su habitación y llamó a la puerta del
cuarto de al lado.
—¿Quién es? —se oyó una
voz desde dentro.
—Calderaus —respondió el
hombre de negro.
Hubo un silencio dentro
de la habitación y, enseguida, ruido de pasos apresurados, un par de cofres que
se cerraban y algo arrastrándose por el suelo…
Calderaus chasqueó los
dedos y pronunció una palabra en ese idioma incomprensible que usan los magos
para hacer sus hechizos. Porque, y por si a alguien le quedaba alguna duda,
Calderaus era un mago, y de los buenos. Por eso fue capaz de atravesar la
puerta cerrada como si fuera humo.
El hombre de la
habitación se pegó un buen susto, y se quedó blanco como la cera. No podía
contrastar más con el patibulario individuo de negro: era bajito, gordo y
calvo. Estaba en camisa de dormir y temblaba como un flan.
—Ca… Calderaus —fue lo
único que dijo, y, disimuladamente, dio un último empujón, con el pie descalzo,
al cofre que asomaba debajo de la cama—. No te esperaba tan pronto.
El mago se apoyó en su
bastón y sonrió. El cuervo graznó.
—Mi querido Guntar —dijo.
Miró a su alrededor en
busca de un lugar donde sentarse, pero no lo había, así que hizo aparecer ante
él una elegante silla de madera de roble tallada y tomó asiento con parsimonia,
mientras a sir Guntar le temblaban las rodillas y le castañeteaban
los dientes.
Laura Gallego (Mago por
casualidad)