La mujer autómata

 A la luz de los candelabros, su aspecto era inquietante. Miraba ante sí, a un punto indefinido de la estancia. Sus ojos, todavía inmóviles, parecían buscar algo invisible en el aire.

Su estatura era superior a la de un hombre corriente. Aparentaba unos cincuenta años. Vestía ropajes muy oscuros, de severa prestancia. En su porte altivo se adivinaba un carácter capaz de imponerse en cualquier circunstancia. Una ilimitada confianza en sí mismo estaba presente en su cara. Si se la observaba detenidamente podían advertirse el rictus despectivo de sus austeros labios y la sombría arruga horizontal que dividía su alta frente en dos mitades. Entonces quedaba de manifiesto su expresión malévola y algo amenazadora. La contemplación de su figura sobrecogía y atemorizaba. Los espejos que recubrían buena parte de las paredes del salón multiplicaban su enigmática estampa.

Hans Helvetius se aproximó despacio a él, como si temiera sacarlo demasiado bruscamente de la inmovilidad. Lo rodeó por detrás y se detuvo junto a su flanco derecho, a muy poca distancia. Luego, mientras manipulaba algo escondido bajo los faldones de su anticuada levita, parecía formularle una petición al oído. Más tarde, se alejó de la imponente figura y fue hacia una zona del salón que estaba invadida por las sombras.

A los pocos instantes, como un extraño muerto viviente, el tenebroso personaje inició sus movimientos.

Despertaron primero sus ojos. Los desplazó muy despacio a derecha e izquierda, escrutando los rincones de la sala. Luego, su cabeza también se movió para adquirir una visión más amplia de lo que lo rodeaba.

Pierre Grasset permanecía en pie, a pocos metros de la figura, en el lugar exacto que Helvetius le había indicado. Sintió un leve escalofrío al darse cuenta de que, poniendo fin a su búsqueda de los primeros momentos, El Gran Magnetizador lo estaba mirando fijamente, con ojos que derramaban clarividencia.

Y mayor fue aún su emoción cuando ocurrió lo inesperado. La figura, sin dejar de clavarle sus ojos fríos y llenos de poder, empezó a andar hacia él. Grasset, de modo instintivo, buscó a Helvetius con la mirada. No lo vio: lo protegían las tinieblas de un ángulo del salón.

Los pasos de El Gran Magnetizador eran precisos y naturales, sin rigidez anormal alguna. No se advertía en él ni la menor indecisión, ni el más leve tambaleo. El embaldosado parecía deslizarse a cada paso bajo sus pies, acortando la distancia que lo separaba del atónito Grasset.

—¡No se aparte, siga donde está! —le ordenó Helvetius al visitante.

La voz interrumpió el movimiento que Grasset había iniciado al ver que la figura seguía avanzando en línea recta hacia él. Tenía la sensación de que se le iba a venir encima con perversa obstinación.

Sin embargo, cuando poco más de un metro los separaba, El Gran Magnetizador se detuvo suavemente. El brazo izquierdo quedó inerte mientras introducía la mano derecha en un bolsillo lateral de la levita. De allí extrajo un péndulo metálico, brillante; lo llevó ante los ojos de Grasset y lo empezó a balancear rítmicamente.

El Gran Magnetizador, con los ojos quietos, miraba al visitante a través del péndulo, como si empujara el instrumento hacia las pupilas de Grasset, que tenía el corazón acelerado.

El efecto adormecedor comenzaba a notarse en los párpados del visitante. La sugestión se producía con insidiosa eficacia. Grasset tuvo miedo. Rompió a hablar para alejarlo:

—Verdaderamente, maestro Helvetius, es una figura logradísima, soberbia. El autómata más fabuloso que nunca se haya visto. No esperaba que echara a andar: todo un impacto. Y el truco del péndulo: definitivo, un acierto total. Creo que, si sigo aquí, acabará por hipnotizarme de verdad. Con su permiso, voy a hacerme a un lado.

Lo hizo apresuradamente, sin esperar el consentimiento de Helvetius. El autómata siguió moviendo el péndulo con una oscura expresión de triunfo en la cara.

 

Joan Manuel Gisbert (El misterio de la mujer autómata)