Creo que nadie me llamará mentirosa si digo que fui la primera y única amiga de Sherlock Holmes, el famoso investigador. Cuando nos conocimos, sin embargo, él todavía no era investigador, y mucho menos famoso. Yo tenía doce años y él era poco mayor que yo.
Era verano. Julio, para
ser exactos. El 6 de julio.
Aún recuerdo
perfectamente el momento en que lo vi por primera vez. Estaba sentado en el
ángulo que formaban las paredes de piedra de un baluarte, en lo más alto de la
muralla, con la espalda apoyada en la hiedra. Por detrás de él solo había mar,
una superficie oscura y agitada. Y estaban las gaviotas, que volaban en el
cielo trazando lentas espirales.
Mi amigo apoyaba la
barbilla en las rodillas juntas y estaba absorto, con cara casi de enfado, en
el libro que leía, como si de aquella lectura dependiese algo importantísimo
para el mundo entero.
No creo que se hubiese
dado cuenta de mi presencia ni que nunca nos hubiésemos conocido si a mí no me
hubiera picado la curiosidad tanta, y tan furiosa, concentración y no hubiera
ido a molestarlo.
Puesto que yo acababa de
llegar a Saint-Malo, le pregunté si él, en cambio, vivía allí.
—No —me contestó sin
despegar los ojos del libro siquiera—. Vivo en la rue Saint-Saveur número 49.
«¡Vaya sentido del humor!
—pensé. ¡Por supuesto que no vivía allí, en un baluarte cortado a pico sobre el
mar! De todos modos, dije para mí: Touchée».
Y supe que entre nosotros había empezado un desafío.
Yo era
forastera. Acababa de llegar a Saint-Malo tras un larguísimo viaje en coche de
caballos desde París. Estábamos de vacaciones, y la idea de pasarlas enteras en
Saint-Malo había sido de mi madre.
Yo no estaba contenta, ¡estaba entusiasmada! Hasta
entonces había visto el mar pocas veces: en las escasas ocasiones en que había
acompañado a mi padre a Calais, donde se había embarcado para Inglaterra, y una
vez en San Remo, Italia. Decían que era demasiado pequeña para recordarlo, pero
sí que me acordaba de aquel mar. De verdad que me acordaba.
Tener que pasar todo el verano de 1870 en una
localidad de veraneo a orillas del mar me había parecido, pues, magnífico. E
iba a seguir el consejo de mi padre, que siempre decía: «Quedaos un poco más,
si queréis. ¡No tenéis ninguna obligación de volver a París!». Pero lo cierto
es que mi madre prefería vivir en la gran ciudad. Y que yo, después del verano,
debía volver al colegio… Pero no tras aquel verano precisamente. El verano que
cambió totalmente mi vida. Totalmente.