Una caja sobre el pupitre de Sakura.
Es una caja
preciosa, de madera lacada, rodeada por un lazo rojo, llamativo pero sin dejar
de ser elegante. La caja está perfectamente colocada en el centro de la mesa.
Las líneas que delimitan el contorno de la caja guardan un milimétrico
paralelismo con las líneas que delimitan el contorno de la mesa. Sin embargo,
la forzada simetría logra que el conjunto resulte inquietante, aunque, quizá
por eso, sea imposible apartar la vista de él.
Sakura cruza el
umbral de la puerta de la clase, con la cabeza gacha, como siempre, tratando de
diluirse en el espacio, intentando ser esa chica a la que nadie mira. Pero
todos los ojos están clavados en su pequeña y frágil figura mientras recorre
los pocos metros, interminables metros, que la separan de su pupitre.
Ella, como
siempre, intenta esconder la mano derecha, oculta bajo la suave manopla de
algodón blanco, cubriéndola con la otra mano, la que sí muestra la piel
desnuda, rosada y suave. Se sienta en la silla, escurriéndose como una anguila,
sintiéndose también como una anguila, fuera del agua, extraña y viscosa.
Entonces, con la mano enguantada bajo el pupitre, a salvo de las odiosas
miradas, consigue relajarse un instante. Y allí, sobre su mesa, descubre la
caja.
Sakura la
contempla en silencio, mientras su corazón, que, por un segundo se había
detenido, comienza a cabalgar desbocado.
Es una caja
preciosa, de madera lacada. El lazo rojo que la rodea es muy llamativo, aunque
sin dejar de ser elegante.
Sakura ha visto
muchas otras cajas parecidas. Al llegar esa mañana a clase, todas las chicas
tenían uno sobre el pupitre. Algunas eran más grandes que otras, más llamativas
o más discretas. Y todas guardaban en su interior dulces y deliciosos chocolates.
Chocolates blancos que, como marcaba la costumbre, debían regalarles los chicos
un mes después de que, por San Valentín, ellas les hubieran entregado el
tradicional presente de oscuro chocolate negro.
Bombones,
tabletas, figuritas de animales, delgadas láminas casi traslúcidas. Todas las
chicas de la clase abrían las cajas ruborizándose, mostrando la sutil
coquetería femenina que tanto gustaba a los chicos. Y eso era lo que hacían
todas. Todas menos Sakura.
Porque, al llegar
a clase por la mañana, temprano, antes que nadie, el pupitre de Sakura
permanecía vacío, huérfano, un náufrago en mitad de un mar de cajas y más cajas
de chocolate blanco.
Sin embargo, al
regresar del recreo, en medio de la clase desierta, sobre el pupitre de Sakura,
espera una caja. Pero esa caja no puede tratarse de ningún regalo. Esa preciosa
y elegante caja no puede significar nada bueno. Aun así, ella, sometida al
embaucador hechizo del gran lazo rojo que rodea la caja, y que no deja de
llamarla y de reclamar su atención, sentada en la silla de madera, con la
espalda encorvada y las rodillas juntas, se dispone a abrirla. Sus compañeros,
que van regresando del recreo, dejan de hacer cualquier cosa que estuvieran
haciendo y centran en Sakura toda su atención. Guardan móviles e interrumpen
conversaciones.
Y Sakura deshace
el gran lazo rojo.
Con cuidado,
acaricia apenas la tapa de madera lacada y sus finos y delicados dedos abren la
caja. Sin embargo, el contenido aún permanece oculto, cubierto por la liviana
protección del papel de seda. Un papel que, suavemente, tan solo lo roza,
Sakura aparta sin dificultad.