Ágata McLeod

 Ágata McLeod pedaleaba sin descanso por las calles del centro de la ciudad. El corazón le golpeaba en el pecho sin darle tregua.

—¡Más rápido, más rápido, más rápido! —repetía furiosa, concentrada en que sus piernas aumentasen el ritmo.

El velocípedo de Ágata era una máquina única. Lo había construido con sus propias manos, y no existía otro igual en toda la ciudad de Londres. Estaba fabricado con un material dorado muy ligero que había forjado en su tiempo libre. La rueda delantera era mucho más grande que la trasera y parecía el ingenio mecánico de un equilibrista. Había elegido unos neumáticos de color crema porque le pareció que el contraste con el dorado era elegante, casi distinguido. En el eje central de la rueda mayor sobresalía un motor artesanal compuesto por turbinas, ruedas dentadas y poleas, y un tubo de escape doble con forma de trompeta. Pero lo que más llamaba la atención del velocípedo era el hermoso sidecar monoplaza repujado con escamas, imitando la concha de una tortuga. Normalmente viajaba sin él, pero se había visto obligada a montarlo a toda prisa antes de salir de su escondite secreto. Estaba provisto de un cómodo asiento forrado de terciopelo violeta. En él viajaba Tic-Tac, el robot de Ágata.

—¡Dale más fuerte, que ya falta poco! —la animó él.

—Eso intento, pero no hay manera.

Hizo un esfuerzo final empleando la energía que le quedaba, y por las bocas de los tubos de escape asomaron varias lenguas de fuego. El motor rugió y todas las poleas y engranajes se pusieron en funcionamiento.

—Quién me mandaría a mí diseñar así esta máquina —protestó Ágata, asfixiada por el cansancio.

—Dijiste que querías estar en forma y que solo usarías el motor en caso de urgencia extrema.

—Ya sé lo que dije —contestó ella, quitándose las gafas binoculares para secarse el sudor—. Eso no me consuela. Maldito el día en que decidí que quería estar en forma.

—¡No digas eso, Ágata! —le riñó Tic-Tac—. Tienes unas piernas atléticas que ya quisiera yo.

Ágata condujo a toda velocidad, esquivando motocicletas de tres ruedas, automóviles de diseño de brillantes carrocerías con toques retrofuturistas e incluso algún coche de caballos. Estuvo a punto de golpear un coche-casa. Era una preciosa vivienda victoriana construida sobre una antigua locomotora. Ágata siempre había admirado los coches-casa. Le parecía fantástico viajar alrededor del mundo con la vivienda a cuestas.

—Mocosa, ¿pero no ves por dónde vas o qué? —le gritó el maquinista, sacando la cabeza por la ventana.

Ella aceleró y continuó como si estuviese practicando eslalon en una pista de esquí.

—¡Menuda conductora más agresiva! Qué mareo —protestó Tic-Tac.

—Menos cuento. Eres un robot, no te puedes marear.

—¡Un robot más humano que muchas personas! —replicó él, fingiendo sentirse ofendido—. No tienes corazón.

En otras circunstancias a Ágata le habría hecho gracia el comentario de su querido Tic-Tac. Sin embargo, en esta ocasión no tenía tiempo para eso. Había algo muy importante que requería toda su atención.

 

Ledicia Costas (La balada de los unicornios)