Ocurre una cosa graciosa
con las madres y los padres. Aunque su hijo sea el ser más repugnante que uno
pueda imaginarse, creen que es maravilloso.
Algunos padres van aún
más lejos. Su adoración llega a cegarlos y están convencidos de que su vástago
tiene cualidades de genio.
Bueno, no hay nada malo
en ello. La gente es así. Sólo cuando los padres empiezan a hablarnos de las
maravillas de su descendencia es cuando gritamos: «¡Tráiganme una palangana!
¡Voy a vomitar!».
Los maestros lo pasan muy
mal teniendo que escuchar estas tonterías de padres orgullosos, pero
normalmente se desquitan cuando llega la hora de las notas finales de curso. Si
yo fuera maestro, imaginaría comentarios genuinos para hijos de padres
imbéciles. «Su hijo Maximilian —escribiría— es un auténtico desastre. Espero
que tengan ustedes algún negocio familiar al que puedan orientarle cuando
termine la escuela, porque es seguro, como hay infierno, que no encontrará
trabajo en ningún sitio».
O si me sintiera
inspirado ese día, podría escribir: «Los saltamontes, curiosamente, tienen los
órganos auditivos a ambos lados del abdomen. Su hija Vanessa, a juzgar por lo
que ha aprendido este curso, no tiene órganos auditivos».
Podría, incluso, hurgar
más profundamente en la historia natural y decir: «La cigarra pasa seis años
bajo tierra como larva y, como mucho, seis días como animal libre a la luz del
sol y al aire. Su hijo Wilfred ha pasado seis años como larva en esta escuela y
aún estamos esperando que salga de la crisálida». Una niña especialmente odiosa
podría incitarme a decir: «Fiona tiene la misma belleza glacial que un iceberg,
pero al contrario de lo que sucede con éste, no tiene nada bajo la superficie».
Estoy seguro de que disfrutaría escribiendo los informes de fin de curso de las
sabandijas de mi clase. Pero ya está bien de esto. Tenemos que seguir.
Roald Dahl (Matilda)