Lyra y su daimonion atravesaron el comedor, cuya luz se iba atenuando por
momentos, procurando mantenerse a un lado del mismo, fuera del campo de visión
de la cocina. Ya estaban puestas las tres grandes mesas que lo recorrían en
toda su longitud, la plata y el cristal destellaban pese a la poca luz y los
largos bancos habían sido retirados un poco con el fin de recibir a los
comensales. La oscuridad dejaba entrever los retratos de antiguos rectores
colgados de las paredes. Lyra se acercó al estrado y, volviéndose para observar
la puerta abierta de la cocina, como no viera a nadie, subió a él y se acercó a
la mesa principal, la más alta. El servicio en ella era de oro, no de plata, y
los catorce asientos no eran bancos de roble sino sillones de caoba con cojines
de terciopelo.
Lyra se detuvo junto a la silla del rector y dio un suave golpecito con
la uña en la gran copa de cristal. La vibración resonó en todo el comedor.
—Un poco de seriedad —le murmuró su daimonion—. A ver si sabes
comportarte.
El nombre de su daimonion era Pantalaimon y normalmente tenía la forma de
una mariposa nocturna, una mariposa de color marrón oscuro, a fin de pasar
inadvertido en la penumbra del salón.
—Hay mucho ruido para que puedan oírnos en la cocina —le respondió Lyra
en un murmullo—. Y el camarero no vendrá hasta el primer campanillazo. ¡Deja ya
de darme la lata!
Volvió, pues, a poner la palma de la mano sobre el resonante cristal
mientras Pantalaimon se alejaba revoloteando y desaparecía por la puerta
entreabierta del salón reservado, situado al otro extremo del estrado. Al poco
rato apareció de nuevo.
—No hay nadie —musitó—, pero tenemos que darnos prisa.
Agachándose detrás de la mesa principal, Lyra se lanzó como un dardo a la
puerta del salón reservado y, ya allí, se paró a echar un vistazo alrededor. La
única luz de la estancia era la procedente de la chimenea, cuyos troncos
fulguraron con vivo resplandor mientras los miraba, levantando un surtidor de
chispas. Aunque había pasado gran parte de su vida en el college, aquélla era
la primera vez que entraba en el salón reservado: sólo tenían permiso para ello
los licenciados y sus invitados, nunca las mujeres. Ni siquiera lo limpiaban
las criadas, sólo el mayordomo.
Pantalaimon se posó en su hombro.
—¿Ya estás contenta? ¿Nos podemos marchar? —dijo en un murmullo.
—¡No seas tonto! ¡Lo quiero ver todo!
Era una estancia espaciosa y en ella había una mesa ovalada de bruñido
palo de rosa sobre la cual estaban dispuestas varias licoreras, además de vasos
y un artefacto de plata para moler tabaco, provisto de un portapipas. En un
aparador cercano había un pequeño calientaplatos y una cesta de cápsulas de
adormidera.
—Se dan buena vida, ¿no te parece, Pan? —observó Lyra, conteniendo la
voz.
Se sentó en una de la enormes butacas de cuero verde. Era tan inmensa que
podía tumbarse en ella, pero se incorporó y se acomodó sobre las piernas para
contemplar los retratos colgados en las paredes. Probablemente antiguos
alumnos: todos togados, barbudos y siniestros, mirándola fijamente desde el
interior de sus marcos, en actitud de solemne desaprobación.
Philip Pullman (Luces del Norte - La materia oscura I)