Abre el pestillo y levanta la puerta del maletero oxidada. Temblando de emoción, los perros salen como una exhalación, reptan para colarse por debajo de la última barra de la verja y corren desbocados corcoveando a través del campo. Leo y Fran, dos grandes pointers de color blanco y marrón chocolate. Se guarda la pelota de tenis mordisqueada y deshilachada en uno de los bolsillos de la chaqueta, las correas de cuero enrolladas en el otro; agarra la raqueta de tenis vieja, sin puño, y cierra el maletero de golpe. Baja los seguros con el mando a distancia de la llave y sube los peldaños para saltar la cerca.
Los pastos se extienden
en la lejanía. Veinte acres. Este año no hay ovejas, así que han brotado medio
millón de botones de oro que se ciernen justo por encima de la superficie. Puede
aspirar el aroma de las flores de mayo, los mismos componentes químicos del
semen y de los cadáveres, según leyó el otro día. A su izquierda se alzan los
bosques de Wytham, más allá del prado que tiene a su lado. Allí, entre los
árboles, discurre la Singing Way, la senda donde los peregrinos rompían a
cantar cuando pasaban por My Lady’s Seat y divisaban las posadas y las agujas
de las iglesias de la ciudad. Es uno de esos días de primavera que parecen
cálidos y fríos al mismo tiempo. Un cielo bastante despejado con algunos
cirros. Cristales de hielo a partir de los 5.000 metros de altitud. Una
lavandera se posa un momento en el camino delante de él, y después remonta el
vuelo y se deja llevar por el aire.
Leo corre hacia él y se
detiene derrapando mientras Fran le persigue. Ladra y se tumba boca abajo, con
las patas delanteras pegadas al suelo y los cuartos traseros
levantados. Tira la bola tira la bola tira la bola. La lanza hacia arriba,
le pega con todas sus fuerzas, y los dos perros salen disparados hacia atrás,
se retuercen en el aire para poder caer con las cuatro patas, y después galopan
como los caballos de carreras en las pinturas antiguas, mientras la pelota
avanza a través del aire, dibujando una amplia curva.
A su derecha, el río está
repleto de agua gracias al chaparrón de la semana pasada, y en el centro de la
corriente se forman pequeñas olas sobre la superficie mientras el agua se reúne
debajo de la presa. A lo lejos, un buitre vuela en círculos sobre un erial
cubierto de maleza. Pisa con cuidado los postes torcidos del guardaganado y
tiene la sensación, como le sucede siempre que llega a ese lugar, de que ha
rebasado una frontera invisible que marca el límite de la ciudad.