Hasta los cuatro
años, James Henry Trotter había llevado una vida feliz. Vivía plácidamente con
su madre y su padre en una hermosa casa a orillas del mar. Siempre había
montones de niños con los que jugar, había una playa por la que podía correr, y
había mar en el que podía remar. Era la vida perfecta para un niño.
Entonces, un día,
la madre y el padre de James fueron de compras a Londres, y allí sucedió una
cosa terrible. Ambos fueron devorados en un santiamén (en pleno día, fíjate, y
en una calle llena de gente) por un enorme rinoceronte furioso que había
escapado del zoológico de Londres.
Esto, como podrás
comprender, fue una experiencia de lo más desagradable para unos padres tan
cariñosos. Pero a la larga aún fue más desagradable para James que para ellos.
Pues sus problemas se acabaron en un periquete. Ellos murieron y se fueron en
treinta y cinco segundos escasos.
Y el pobre James,
por su parte, seguía vivo y de pronto se encontró solo y asustado en un mundo
inmenso y hostil. La hermosa casa a orillas del mar tuvo que ser vendida
inmediatamente, y el niño, sin más posesiones que una pequeña maleta en la que
llevaba un par de pijamas y un cepillo de dientes, fue enviado a vivir con sus
dos tías.
Sus nombres eran
Tía Sponge y Tía Spiker, y, muy a mi pesar, tengo que confesar que eran dos
personas realmente horribles. Eran egoístas, perezosas y crueles, y ya desde el
principio empezaron pegando a James por la razón más mínima. Nunca le llamaban
por su verdadero nombre, sino que se referían a él como «pequeña bestia
repugnante», «sucio fastidio» o «criatura miserable», y, lógicamente, nunca le
daban juguetes para jugar, ni libros ilustrados para mirar. Su habitación
estaba tan desnuda como la celda de una prisión.
Roald Dahl (James y el melocotón gigante)