En medio del bosque había un pequeño pantano burbujeante, sulfuroso y nocivo, alimentado y caldeado por un volcán subterráneo de sueño inquieto y cubierto con una resbaladiza capa de cieno cuyo color iba desde el verde veneno hasta el azul relámpago, pasando por el rojo sangre, dependiendo de la época del año. Aquel día —muy próximo al Día del Sacrificio en el Protectorado, o el Día del Niño de la Estrella en cualquier otro sitio—, el verde empezaba a tornarse azul. En la orilla del pantano, de pie al lado de los juncos en flor que crecían en el fango, había una anciana apoyada en un nudoso bastón. Era bajita y achaparrada, un poco barriguda. Llevaba el pelo gris recogido en un moño trenzado, con hojas y flores entretejidas a modo de adorno. Su rostro, a pesar de cierto aire de enojo, mantenía la luminosidad en la mirada, y su boca generosa insinuaba una sonrisa. Desde un determinado ángulo, su imagen recordaba la de un sapo grande y de carácter agradable.
Se llamaba Xan. Y era la bruja.
—¡¿Crees que puedes esconderte de mí, monstruo ridículo?! —le gritó al
pantano—. Sé perfectamente dónde estás. Sal de nuevo a la superficie ahora
mismo y pide perdón. —Tensó las facciones hasta casi fruncir el entrecejo—. O
te obligaré a hacerlo.
Pese a que no tenía poder sobre el monstruo en sí —era demasiado viejo—,
sí era capaz de hacer que el pantano tosiera y lo expulsara como si fuera un
simple escupitajo adherido al fondo de la garganta. Podía hacerlo con solo un
leve movimiento de la mano izquierda o un giro de la rodilla derecha.
Intentó fruncir otra vez el entrecejo.
—¡HABLO EN SERIO! —vociferó.
Las aguas burbujearon y se agitaron, y la cabeza gigantesca del monstruo
del pantano asomó por encima del verde azulado. Guiñó uno de sus ojos enormes
antes de levantar la vista hacia el cielo.
—No me vengas con esa cara, jovencito —dijo la anciana enojada.
—Bruja —murmuró el monstruo, con la boca sumergida aún en las aguas
turbias del pantano—. Soy muchos más siglos mayor que tú —añadió, y su boca
formó una burbuja en la superficie cubierta de algas.
«Milenios, en realidad —dijo para sí—. Pero ¿a quién le importan esos
detalles?».
—Este tono que empleas no me gusta nada. —Xan arrugó los labios hasta
transformarlos en una escarapela que remataba la parte central de su rostro.
El monstruo tosió para aclararse la garganta.
—Como dijo el Poeta, mi querida señora, «Me importa un comino».
—¡GLERK! —gritó la bruja horrorizada—. ¡Esa lengua!
—Mil perdones —dijo Glerk plácidamente, aun sin sentirlo.