Érase una vez una
chica peculiar llamada Hildy. Tenía una voz alegre y potente, la piel de un
marrón oscuro y veía a los fantasmas. No le daban ningún miedo. Su hermana
gemela se había ahogado en la infancia y, cuando Hildy creció, su espectral
hermanita seguía siendo su mejor amiga. Eran inseparables: corrían juntas por los
campos de amapolas que rodeaban su hogar, jugaban al «palo que te pego» en el
parque del pueblo y se quedaban despiertas hasta las tantas contándose
historias de miedo sobre personas vivas. El fantasma de la hermana de Hildy ni
siquiera se perdía las lecciones del colegio. La divertía poniéndole muecas a
la maestra que nadie más veía y la ayudaba en los exámenes mirando las
respuestas de sus compañeras y soplándoselas al oído. (Se las podría haber
gritado y nadie excepto Hildy se habría enterado, pero prefería susurrarlas por
si las moscas).
El día que Hildy
cumplió dieciocho años, su hermana fue requerida para un asunto espectral.
—¿Y cuándo
volverás? —le preguntó Hildy, al borde de las lágrimas. No se habían separado
ni un solo día desde la muerte de su hermana.
—Tardaré unos
años —respondió el fantasma—. Te voy a echar muchísimo de menos.
—No tanto como yo
a ti —respondió Hildy, desconsolada.
Su hermana la
abrazó. Tenía los ojos inundados de lágrimas fantasmales.
—Intenta hacer
amigos —le dijo, y desapareció.
Hildy trató de
seguir el consejo de su hermana, aunque nunca había trabado amistad con ninguna
persona viva. Aceptó una invitación a una fiesta, pero no se animó a hablar con
nadie. Su padre le concertó un encuentro con la hija de un colega del trabajo,
pero Hildy estuvo tensa e incómoda, y no se le ocurrió nada más que soltarle:
—¿Alguna vez has
jugado al «palo que te pego»?
—Es un juego de
niños pequeños —replicó la otra, e inventó una excusa para marcharse temprano.
Hildy descubrió
que prefería la compañía de los fantasmas a la de las personas de carne y
hueso, y decidió hacerse amiga de algún espectro. Sin embargo, una cosa es
decirlo y otra muy distinta, hacerlo. Aunque Hildy veía fantasmas, costaba lo
suyo trabar amistad con ellos. Resulta que los fantasmas se parecen un poco a
los gatos: nunca están cerca cuando los buscas y rara vez acuden cuando los
llamas[10].
Hildy se encaminó
a un cementerio. Esperó horas y horas, pero ningún fantasma se acercó a hablar
con ella. Observaban a Hildy desde los arbustos, distantes y recelosos. Ella
pensó que quizá llevaban muertos demasiado tiempo y la experiencia les había
enseñado a desconfiar de los vivos. Con la esperanza de que le costara menos
trabar amistad con los difuntos recientes, adoptó la costumbre de dejarse caer
por los funerales. Como pocos de sus conocidos morían, no tenía más remedio que
asistir a entierros de extraños. Y cuando los deudos le preguntaban quién era o
qué hacía allí, Hildy mentía alegando ser pariente lejana del difunto y
preguntaba si aquel fue buena persona en vida, si le gustaba correr por el
prado o jugar al «palo que te pego». Los deudos la encontraban rara (y, a decir
verdad, lo era) y los fantasmas, que notaban la suspicacia de sus parientes, le
hacían a Hildy el vacío.
Más o menos en
esa época los padres de Hildy murieron. Puede que ellos quieran ser mis amigos,
pensó, pero se equivocó; sus padres partieron en busca de la hermana muerta y
abandonaron a Hildy a su suerte.
La joven
discurrió una nueva estrategia: vendería el hogar de sus padres para comprar
una mansión encantada, que sin duda traería sus propios fantasmas incorporados.
Dicho y hecho. Hildy inició la búsqueda de su nueva casa. El agente
inmobiliario la encontró pesada y extraña (y, a decir verdad, lo era) porque
cada vez que le enseñaba a Hildy una casa preciosa, ella se limitaba a
preguntar si en aquel hogar había sucedido alguna desgracia, como un asesinato
o un suicidio, o mejor aún un asesinato y un suicidio, e ignoraba la espaciosa
cocina y el luminoso despacho para fijarse en el desván y en el sótano.
Por fin encontró
una casa embrujada como Dios manda y la compró. Solo cuando se hubo instalado
descubrió que el fantasma vivía allí únicamente a tiempo parcial. Pasaba de vez
en cuando para hacer tintinear las cadenas y dar unos cuantos portazos.
—No te marches
—le pidió Hildy cuando pilló al fantasma saliendo como una exhalación.
—Lo siento, tengo
otras casas que atormentar —repuso él, y se largó pitando.
Hildy se sentía
estafada. Necesitaba algo más que un fantasma a tiempo parcial. Se había tomado
muchas molestias para encontrar una casa encantada, pero, al parecer, la que
había comprado no lo estaba del todo. Comprendió que debía encontrar la mansión
más encantada del mundo. Compró libros sobre casas embrujadas e investigó el
tema. Pidió consejo a su fantasma a tiempo parcial, haciendo preguntas a gritos
según lo perseguía de sala en sala en tanto que él agitaba unas cadenas por
aquí y pegaba un portazo por allá. (Por lo visto, siempre llegaba tarde a una
cita más importante, pero Hildy procuró no tomárselo como algo personal). El
fantasma dijo algo sobre «Kuimbra» y se marchó deprisa y corriendo. Hildy
descubrió que se refería a una ciudad de Portugal —que se escribe Coimbra—
y, una vez en posesión de este dato, le costó muy poco averiguar qué casa de la
ciudad era la más embrujada de todas. Entabló correspondencia con el hombre que
la habitaba, cuyas cartas hablaban de gritos surgidos de la nada y botellas que
salían volando, y Hildy le confesó que envidiaba su suerte. Al hombre le
extrañó la respuesta, pero también pensó que la chica escribía muy bien, y
cuando ella se ofreció a comprarle su propiedad, el hombre rehusó con toda la
amabilidad del mundo. La casa llevaba en su familia varias generaciones,
explicó, y así debía seguir siendo. Aquel hogar era la cruz que le había tocado
en suerte.
Hildy empezaba a
desesperarse. En un momento de máxima depresión consideró la idea de matar a
alguien porque, en ese caso, el fantasma del difunto no tendría más remedio que
atormentarla; por otro lado, el sistema no parecía el más indicado para
entablar una amistad, y abandonó la idea enseguida.
Por fin, decidió
que si no podía comprar la casa más encantada del mundo, la construiría ella misma.
Para empezar escogió el terreno más embrujado que se le ocurrió para erigirla:
la cima de una colina que fuera el emplazamiento de un enterramiento masivo
durante la última plaga. Luego buscó los materiales de construcción más
encantados que pudo encontrar: madera rescatada de un naufragio sin
supervivientes, ladrillos de un crematorio, columnas de piedra de un hospicio
que se había incendiado con cientos de personas dentro y ventanas del palacio
de un príncipe loco que envenenó a toda su familia. Hildy decoró la morada con
muebles, alfombras y obras de arte procedentes de otras casas embrujadas,
incluida la del hombre de Portugal, que le envió un secreter del cual brotaba,
cada madrugada a las tres en punto, el llanto de un bebé. Por si las moscas, ofreció
su salón a lo largo de un mes a familias que hubieran perdido a un ser querido
para que velaran a sus difuntos. Solo entonces, en el instante en que sonó la
última campanada de la medianoche, en plena tormenta huracanada, se mudó a su
nuevo hogar.
Hildy no sufrió
una decepción; no enseguida, cuando menos. ¡Había fantasmas por todas partes!
De hecho, en la casa apenas si cabían todos. Los espectros atestaban el sótano
y el desván, se peleaban por esconderse debajo de la cama y en los armarios, y
siempre había cola para ir al cuarto de baño. (No usaban el lavabo, claro que
no, pero les gustaba atusarse el cabello delante del espejo para asegurarse de
que luciera desmelenado y aterrador). Bailaban en el jardín a todas horas; no
porque a los fantasmas les guste el baile especialmente, sino porque las
personas enterradas debajo de la casa habían muerto de la epidemia de baile[11].
Los fantasmas
golpeaban las cañerías, hacían traquetear las ventanas y tiraban los libros de
la estanterías. Hildy iba de habitación en habitación, presentándose.
—¿Nos ves? —le
preguntó el fantasma de un muchacho—. ¿Y no tienes miedo?
—Ni una pizca
—repuso Hildy—. Me caen bien los fantasmas. ¿Alguna vez has jugado al «palo que
te pego»?
—No, lo siento
—musitó el espectro, y se marchó a toda prisa.
Parecía
decepcionado, como si estuviera deseando asustar a alguien y ella le hubiera
privado del placer. Así que fingió terror cuando volvió a cruzarse con un
fantasma, una anciana que hacía flotar los cuchillos de la cocina.
—¡Ahhhh! —chilló
Hildy—. ¿Qué les pasa a mis cuchillos? ¡Estoy perdiendo la chaveta!
A la anciana le
encantó su reacción. Dio un paso hacia atrás y levantó los brazos para que los
cuchillos flotaran más arriba. Pero tropezó con otro espectro que se arrastraba
por el suelo tras ella. La fantasmagórica dama cayó de espaldas y los cuchillos
se estrellaron contra la encimera.
—¿Qué haces ahí
abajo? —le espetó la anciana fantasma al espectro que reptaba—. ¿No ves que
estoy trabajando?
—¡Podrías mirar
por dónde vas! —le gritó el otro desde el suelo.
—¿Que mire por
dónde voy? ¿Yo?
Hildy se echó a
reír; no pudo evitarlo. Los dos fantasmas dejaron de discutir para volverse a
mirarla.
—Creo que puede
vernos —observó el espectro reptante.
—Sí, es obvio
—dijo la anciana fantasma—. Y no tiene ni pizca de miedo.
—¡Sí, sí que
tengo! —le aseguró Hildy, aguantándose la risa—. ¡De verdad!
El fantasma de la
señora se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa.
—Salta a la vista
que me tomas el pelo —declaró—. Jamás en toda mi muerte me he sentido tan
humillada.
Hildy no sabía
qué hacer. Había intentado ser ella misma y no había funcionado. Había tratado
de adaptarse a lo que esperaban los fantasmas de ella y tampoco había dado
resultado. Desanimada, salió al pasillo en el que los espectros hacían cola
ante la puerta del baño y dijo:
—¿Alguno de
vosotros quiere ser mi amigo? Soy muy simpática y conozco un montón de
historias de miedo sobre personas vivas que os encantarían.
Pero los
fantasmas arrastraron los pies y miraron al suelo sin responder. Notaban la
desesperación de la chica y eso los incomodaba.
Tras un largo
silencio, Hildy se marchó cabizbaja. Estaba roja como un tomate. Sentada en el
porche, se quedó mirando a los fantasmas de la plaga, que bailaban en el
jardín. No se puede obligar a nadie a que sea tu amigo; ni siquiera a los
muertos.
Sentirse ignorada
era aún peor si cabe que sentirse sola, así que Hildy decidió vender la casa.
Las primeras cinco personas que acudieron a verla se marcharon asustadas antes
de cruzar siquiera la puerta principal. Hildy trató de reducir la infestación
espectral vendiendo unos cuantos muebles encantados a sus propietarios
originales. Le escribió una carta al hombre de Portugal preguntándole si le
interesaba recuperar su secreter llorón. Él respondió de inmediato. No quería
el secreter, dijo, pero esperaba que las cosas le fueran bien. Y firmó la carta
con las siguientes palabras: Su amigo, João.
Hildy permaneció
varios minutos mirando las palabras con atención. ¿De verdad ese hombre se
consideraba su amigo? ¿O solo se estaba mostrando… amistoso?
Le respondió.
Adoptó un tono fresco y desenfadado. Le mintió diciendo que todo iba bien, y
luego le preguntó qué tal estaba él. Firmó la carta con las siguientes
palabras: Su amiga, Hildy.
João y Hildy
intercambiaron varias cartas más. Eran cortas y sencillas, apenas unos saludos
corteses y algún que otro comentario sobre el tiempo. Hildy seguía sin estar
segura de si João la consideraba su amiga o tan solo pretendía ser amable. Pero
entonces recibió una misiva que terminaba así: «Si alguna vez pasa por Coimbra,
me encantaría que viniera a visitarme».
Hildy reservó un
billete de tren a Portugal aquel mismo día, guardó un montón de ropa en un baúl
por la noche y, a primera hora de la mañana siguiente, el coche de caballos que
debía trasladarla a la estación acudió a buscarla.
—¡Adiós,
fantasmas! —les gritó alegremente desde la puerta de la calle—. ¡Volveré dentro
de unas semanas!
Los fantasmas no
respondieron. Oyó que algo se rompía en la cocina. Hildy se encogió de hombros
y echó a andar hacia el carruaje.
Tardó un caluroso
y polvoriento día de viaje en llegar a la casa de João, en Coimbra. Durante el
largo trayecto intentó prepararse para la inevitable decepción. Hildy y João
hacían buenas migas por carta, pero no creía que sucediera lo mismo en persona
por cuanto Hildy no tenía don de gentes. Debía hacerse a la idea, porque otro
rechazo la haría trizas.
Llegó a la morada
del hombre, una lúgubre mansión plantada en lo alto de una colina. El caserón
parecía observarla a través de las entreabiertas ventanas. Según Hildy se
encaminaba hacia el porche, una bandada de cuervos negros salió volando entre
graznidos del roble muerto que asomaba en el jardín delantero. Se fijó en el
fantasma que oscilaba al final de una soga atada al balcón del tercer piso y lo
saludó. El fantasma le devolvió el saludo, desconcertado.
João abrió la
puerta y la hizo pasar. Era un hombre amable y atento. La ayudó a despojarse
del polvoriento abrigo de viaje y sirvió té de canela acompañado de pastelitos.
João entabló una conversación intrascendente: le preguntó por el viaje, si
había tenido buen tiempo por el camino y por la manera de preparar el té en su
país de procedencia. Pero Hildy se atrabancaba con las respuestas, convencida
de que estaba haciendo el ridículo, y cuanto más penosa se sentía, más le
costaba decir nada. Al final, tras un silencio particularmente incómodo, João
le preguntó:
—¿He hecho o
dicho algo que la haya molestado?
Y Hildy
comprendió que acababa de dar al traste con la mejor ocasión que se le había
presentado jamás de hacer un auténtico amigo. Para que João no la viera llorar,
se levantó de la mesa y se marchó corriendo a la habitación contigua.
João no la siguió
de inmediato, sino que concedió a Hildy unos instantes de intimidad. Ella se
retiró a un rincón del estudio y lloró en silencio, tapándose la cara con las
manos, furiosa consigo misma y tan, tan avergonzada… Luego, pasados unos
minutos, oyó un golpe a su espalda y se dio media vuelta. Vio el fantasma de
una niña plantado sobre un escritorio, tirando plumas y papeles al suelo.
—Para ya —le dijo
Hildy, enjugándose las lágrimas—. Estás poniendo patas arriba la casa de João.
—Me ves —observó
la niña.
—Sí, y también
veo que eres demasiado mayor para andar molestando con tus travesuras.
—Sí, señora
—respondió la niña y, atravesando la pared, desapareció.
—Estabas hablando
con el fantasma —se sorprendió João, y Hildy dio un respingo al verlo de pie en
el umbral, observándola.
—Sí, los veo y
hablo con ellos. No volverá a molestarte… Hoy no, al menos.
João no daba
crédito. Se sentó y le contó a Hildy hasta qué punto los fantasmas le hacían la
vida imposible: le impedían dormir por las noches, ahuyentaban a las visitas,
rompían cosas. Había intentado hacerlos entrar en razón, pero no le hacían
caso. Una vez incluso llamó a un sacerdote para deshacerse de los espectros,
pero solo sirvió para enfurecerlos aún más y aquella misma noche le rompieron
más cosas que nunca.
—Debes mostrarte
firme con ellos, pero comprensivo —explicó Hildy—. No es fácil ser un fantasma
y necesitan sentirse respetados, igual que todo el mundo.
—¿Y tú me harías
el favor de hablar con ellos? —preguntó João con timidez.
—Puedo
intentarlo, desde luego —repuso Hildy. En ese momento se dio cuenta de que
llevaban hablando un buen rato sin que un balbuceo o un silencio incómodo se
interpusiera en la conversación.
Hildy se puso
manos a la obra aquel mismo día. Los fantasmas intentaban esconderse, pero ella
sabía qué escondrijos preferían y los fue convenciendo uno a uno de que
salieran a charlar con ella. Algunas conversaciones duraban horas, según Hildy
argüía e insistía. Mientras tanto, João la observaba con silenciosa admiración.
Tardó tres días y tres noches, pero al final Hildy convenció a casi todos los
espectros de que abandonaran la casa y suplicó a los pocos que optaron por
quedarse que, como mínimo, guardaran silencio mientras João dormía y, si acaso
tenían que tirar objetos al suelo, respetasen los recuerdos familiares.
La casa de João
se transformó, y también el propio João. Llevaba tres días con sus noches
observando a Hildy, y en el transcurso de ese tiempo sus sentimientos por ella
se habían tornado más profundos. Hildy también sentía algo por João. Descubrió
que conversaba con él de cualquier tema con tranquilidad y ya no albergaba
dudas respecto a su mutua amistad. Pese a todo, temía hacerse pesada o abusar
de la hospitalidad del hombre, de modo que al cuarto día de su visita empaquetó
sus cosas y se despidió de João. Había decidido volver a su hogar, mudarse a
una casa que no estuviera encantada y tratar de hacer amigos vivos, otra vez.
—Espero que
volvamos a vernos —se despidió Hildy—. Te echaré de menos, João. A lo mejor te
animas a venir a visitarme tú a mí alguna vez.
—Me encantaría
—dijo João.
El coche y el
cochero ya estaban aguardando para llevar a Hildy a la estación. La chica dijo
adiós con un gesto y echó a andar hacia el carruaje.
—¡Espera! —gritó
João—. ¡No te vayas!
Hildy se detuvo y
se volvió a mirarlo.
—¿Por qué?
—Porque me he
enamorado de ti —confesó João.
En el instante en
que oyó esas palabras, Hildy comprendió que ella sentía lo mismo. Subió las
escaleras como una exhalación y los dos se fundieron en un abrazo.
Ante eso, incluso
el fantasma ahorcado en la barandilla del tercer piso sonrió.
Hildy y João se
casaron y ella se trasladó al hogar de su marido. Los pocos fantasmas que
quedaban se mostraban amistosos aunque ella ya no necesitaba amigos fantasmales
porque contaba con João. Transcurrido algún tiempo tuvieron una hija, luego un
hijo, y Hildy se sentía más pletórica de lo que había soñado jamás. Por si
fuera poco, cierta noche, a las doce en punto, llamaron a la puerta principal,
¿y a quién encontró Hildy flotando en el porche sino a los fantasmas de sus
padres y hermana?
—¡Habéis vuelto!
—exclamó Hildy, radiante.
—Volvimos hace
mucho tiempo —le dijo su hermana—, pero te habías mudado. Hemos tardado siglos
en encontrarte.
—Eso ya no
importa —intervino la madre de Hildy—. Ahora estamos juntos por fin.
En aquel momento,
dos niños medio dormidos salieron al porche acompañados de su padre.
—Pai —preguntó
la hija pequeña de Hildy a João—. ¿Por qué mamãe habla sola?
—No habla sola
—repuso el padre, sonriendo a su esposa—. Cariño, ¿son quienes creo que son?
Hildy abrazó a su
marido con un brazo y a su hermana con el otro. Entonces, con el corazón tan
lleno que temió que pudiera estallar, hizo las presentaciones entre su familia
muerta y su familia viva.
Y vivieron
felices por siempre jamás.
Ransom Riggs