El doctor Terribilis

 El doctor Terribilis y su ayudante, Famulus, trabajaban secretamente desde hacía tiempo en un invento espantoso. Terribilis, como seguramente su mismo nombre indica, era un científico diabólico, tan inteligente como malvado, que había puesto su extraordinaria inteligencia al servicio de proyectos verdaderamente terribles.

—Verás, querido Famulus: el supercrik atómico que estamos terminando será la sorpresa del siglo.

—No cabe duda, señor doctor. Ya estoy viendo cómo se quedarán nuestros estimados compatriotas cuando usted, con el supercrik, arranque la Torre de Pisa y la transporte a la cima del Monte Blanco.

—¿La Torre de Pisa? —rugió Terribilis—. ¿El Monte Blanco? Pero, Famulus, ¿quién te ha metido en la cabeza semejantes bobadas?

—La verdad, señor doctor, cuando proyectamos…

—¿Proyectamos, señor Famulus respetabilísimo? ¿Nosotros? Tú, personalmente, ¿qué has proyectado? ¿Qué has inventado tú?¿El papel del chocolate? ¿El paraguas sin mango? ¿El agua caliente?

—Me retracto, doctor Terribilis —suspiró Famulus poniéndose humilde—, cuando usted, y sólo usted, estaba proyectando el supercrik, me pareció oír aludir a la Torre de Pisa y a la cumbre más elevada de los Alpes…

—Sí, me acuerdo muy bien. Pero te lo decía por pura y simple precaución, mi excelente e insigne Famulus. Conociendo tu costumbre de cotillear a diestra y siniestra, con el chico del panadero, con el empleado del lechero, con el portero, con la cuñada del primo del portero…

—¡No la conozco! Le juro, señor doctor, que no conozco en absoluto a la cuñada del primo del portero y le prometo que nunca haré nada por conocerla.

—De acuerdo, podemos eliminarla de nuestra conversación. Quería explicarte, amable y atolondrado Famulus, que no me fiaba de ti y te conté el cuento de la Torre de Pisa para ocultarte mi verdadero proyecto que tenía que permanecer secreto para todos.

—¿Hasta cuándo, señor profesor?

—Hasta ayer, curiosísimo Famulus. Pero hoy tienes derecho a conocerlo. Dentro de pocas horas estará listo el aparato. Partiremos esta misma noche.

—¿Partiremos, doctor Terribilis?

—A bordo, claro, de nuestro supercrik atómico.

—¿Y en qué dirección, si me está permitido?

—Dirección al espacio, oh Famulus mío, tan rico en interrogantes.

—¡El espacio!

—Y más concretamente, la Luna.

—¡La Luna!

—Veo que pasas de los signos interrogativos a los exclamativos. Así pues, fuera dilaciones y he aquí mi plan. Arrancaré la Luna con mi supercrik, la separaré de su órbita y la colocaré en un punto del universo de mi elección.

—¡Colosal!

—Desde allí arriba, estimado Famulus, trataremos con los terrestres.

—¡Excepcional!

—¿Queréis recuperar vuestra Luna? Pues bien, pagadla a su peso en oro, comprádsela a su nuevo propietario, el doctor profesor Terrible Terribilis.

—¡Extraordinario!

—Su peso en oro, ¿me comprendes, Famulus? En oro.

—¡Superformidabilísimo!

—¿Y has captado la idea?

—Captada, profesor. La idea más genial del siglo Veinte.

—Espero que también la más malvada. He decidido pasar a la historia como el hombre más diabólico de todos los tiempos. Ahora, Famulus, manos a la obra…

En pocas horas dieron los últimos retoques. El supercrik atómico estaba preparado para entrar en actividad. Curioso aparato, en realidad se parecía al que utilizan los automovilistas para levantar su coche cuando tienen que cambiar una rueda pinchada. Sólo era un poco más grande. Pero tema acoplada una cabina espacial en la que se habían dispuesto dos butacas. Sobre éstas, en el momento elegido por el doctor Terribilis para inciar su diabólica empresa, se acomodaron el inventor y su ayudante quien, a decir verdad, sólo trabajosamente conseguía ocultar un extraño temblor.

—¡Quieto, Famulus!

—Sssí… sseñoor… do-do-doctor…

—¡Y no balbucees!

—Nno-no se-señor do-do-doctor…

—Trágate esta píldora, te calmará al instante.

—Gracias, doctor Terribilis, ya estoy tranquilísimo.

—Estupendo. Cuenta al revés, Famulus…

—Menos cinco… menos seis… menos siete…

—¡He dicho al revés, Famulus! ¡Al revés!

—Ah, sí, lo siento mucho. Menos cinco… menos cuatro… menos tres… menos uno…

—¡Adelante!

 

 

PRIMER FINAL

Aquella noche no salió la Luna. Al principio la gente pensó que la tapaba alguna nube. Pero el cielo estaba sereno, la noche estrellada. Y la Luna, por decirlo con una expresión manida, solamente brillaba por su ausencia.

Los astrónomos fueron los que la encontraron, tras minuciosa búsqueda, pequeñísima a causa de la distancia, en la zona de la constelación de Escorpio.

—¡Mira dónde ha ido a colocarse! ¿Cómo lo habrá hecho?

En ese momento se oyó la voz del doctor Terribilis en todos los aparatos de radio de la Tierra.

—¡Atención, atención! Habla Terribilis. Terribilis llama a la Tierra. Como les será fácil constatar, me he apoderado de la Luna. Si quieren recuperarla tendrán que pagar su peso en oro. Los astrónomos saben su peso hasta el último gramo. Esperaré una respuesta veinticuatro horas. Si no aceptan mis condiciones haré explotar la Luna y no volverán a verla. ¿Han comprendido bien? ¡Nunca más! Atención, atención. Habla Terribilis…

Y para estar seguro de que le habían comprendido, el diabólico científico repitió su mensaje dos veces más. Pues para aquel hombre ingeniosísimo interferir simultáneamente los programas radiofónicos de todo el globo terráqueo era como una broma.

Para su desgracia, en la Tierra nadie se preocupó gran cosa por la desaparición de la Luna. En realidad, los Estados Unidos, la Unión Soviética, Italia, Francia, China, el Japón y otras muchas potencias comenzaron inmediatamente a enviar al espacio una gran cantidad de lunas artificiales, cada una más luminosa que la otra. Incluso había demasiada luz y la gente protestaba porque no podía dormir.

El doctor Terribilis tuvo que quedarse con la vieja Luna y comerse las uñas de rabia.

SEGUNDO FINAL

La desaparición de la Luna levantó espanto y preocupación de un extremo a otro de la Tierra.

—¿Cómo vamos a contemplar el claro de luna si ya no hay Luna? —se decían los soñadores.

—Y yo que me iba a la cama con la luz de la Luna para ahorrar electricidad, ¿no tendré más remedio que encender la lámpara? — se preguntaba un avaro.

—¡Que nos devuelvan nuestra Luna! —clamaban los periódicos.

Un ratero empezó a ir por las casas diciendo que el comité le había encargado recoger el oro necesario para comprar la Luna. Muchos ingenuos le entregaron anillos, pendientes, collares y cadenas. Cuando consiguió reunir algunos decagramos de oro el ratero huyó a Venezuela y nadie volvió a saber de él.

Para suerte de la humanidad y de los amantes de la Luna, en aquel tiempo vivía en Omegna, junto al lago de Orta, un científico tan inteligente como el doctor Terribilis, pero no tan malvado, llamado Magneticus. Sin decir nada a nadie, fabricó en pocas horas un superimán atómico con el que atrajo a la Luna a su antigua órbita, a la distancia exacta de la Tierra. Terribilis puso en

funcionamiento todas las espantosas energías de su supercrik en vano: contra el imán de Magneticus no había nada que hacer.

Despechado, Terribilis emigró al planeta Júpiter.

La gente nunca supo quién ni cómo había reconquistado la Luna, sin batallar ni gastar una lira. A Magneticus no le interesaba la gloria y guardó su secreto. Además, él estaba ocupado con un invento importante: el de los botones que nunca se caen. Como es sabido, ha pasado después a la historia por este invento.

 

TERCER FINAL

Un silbido agudísimo siguió al «adelante» del doctor Terribilis y los vecinos lo confundieron con el ruido de una sirena. Unos momentos después el inventor y su ayudante se encontraban en las proximidades de la Luna y el supercrik, colocado en un pequeño cráter, se puso en funcionamiento.

—Formidable, señor doctor —se regocijaba Famulus, restregándose las manos—, supermonstruoso.

—¡Silencio! —gritó nerviosamente Terribilis.

—¡Silencio! —repitió poco después, a pesar de que Famulus no había vuelto a abrir la boca.

Cuando el doctor Terribilis gritó por tercera vez «¡Silencio!» hasta Famulus se dio cuenta de que algo no marchaba. El gran supercrik daba salida a toda su diabólica potencia inútilmente. La Luna no se apartaba ni un milímetro de su camino de siempre. Hay que aclarar que el doctor Terribilis, docto e ingeniosísimo en todos los campos, era más bien flojo en el cálculo de pesos y medidas del sistema métrico decimal. Al calcular el peso de la Luna había confundido la equivalencia para reducir las toneladas en quintales. El supercrik estaba fabricado para una luna diez veces más pequeña y ligera

que la nuestra. El doctor Terribilis rugió de rabia, volvió a subir a la navecilla espacial y se sumió en el espacio, dejando al pobre Fámulas solo y abandonado en el borde del cráter lunar, sin un vaso de agua, sin un caramelo para que se le pasara el susto.

 

Gianni Rodari