Había una vez
tres soldados que volvían a casa después de luchar en la guerra. Estaban
hambrientos y muy cansados cuando llegaron a un pueblecito.
Los vecinos del
pueblo pasaban hambre y estaban hartos de compartir su comida con mendigos y
visitantes. Al ver que llegaban los tres soldados, escondieron a toda prisa los
pocos alimentos que tenían en los armarios de la cocina.
Luego corrieron a
la plaza del pueblo a recibir a los tres hombres. Para disimular, se apretaban
la barriga quejándose del hambre que tenían.
El primer soldado
les dijo a los vecinos:
—Ya sabemos que
sois pobres y que no tenéis comida para darnos. Así que compartiremos con
vosotros lo único que nos queda: el secreto de la sopa de piedras.
De golpe y
porrazo, las gentes del pueblo dejaron de apretarse la barriga para escuchar
con interés. ¡Qué maravilla, si fuera posible hacer una sopa con piedras!
—La sopa de
piedras es la más deliciosa del mundo —afirmaron los soldados—. Y os vamos a
enseñar a prepararla.
Los soldados
encendieron una hoguera en la plaza y pidieron prestado un caldero. Los vecinos
les llevaron el más grande que tenían.
Rodeados de
curiosos, los soldados llenaron el caldero de agua y añadieron tres pedruscos.
—Ahora los
dejaremos cocer un buen rato. Ya veréis qué sopa más rica — explicó el segundo
soldado—. Aunque si tuviéramos una pizca de sal y una ramita de perejil,
estaría de rechupete.
Una vecina
exclamó a toda prisa.
—¡Acabo de
recordar que tengo un poco de sal y perejil en casa!
Corrió al armario
de su cocina y regresó con un montoncito de sal, una gran rama de perejil y un
nabo.
—¿Le pueden
añadir esto también? —preguntó.
—¡Claro que sí!
—dijo el tercer soldado—. La sopa de piedra queda riquísima con nabos. Y los
puerros le dan muy buen sabor también. Y las zanahorias.
—Yo los traeré
—se ofreció otro vecino, y se marchó a toda prisa. Estaba muy emocionado ante
la idea de probar esa sopa tan deliciosa.
Pronto, todos los
vecinos del pueblo llegaban a la plaza cargados de comida. Algunos llevaban
cebollas, otros traían manojos de hierbas frescas. Un hombre ofreció un trozo
de ternera y una mujer añadió un poco de crema. De repente, todo el mundo
quería colaborar. Unos hombres empujaron un tonel de vino hasta la plaza del
pueblo para acompañar la sopa.
Mientras tanto, los
soldados removían el caldo y fingían que el sabor de la sopa iba mejorando
gracias a los ingredientes que aportaban los vecinos.
—Casi hemos
terminado —dijeron por fin. Y sacaron las piedras del caldero—. Las piedras ya
han dejado su jugo en la sopa —explicaron—. Podéis guardarlas para la próxima
vez.
Poco después, el
pueblo al completo compartía una sopa deliciosa, atiborrada de sabrosas
verduras.
Los vecinos del
pueblo no se lo podían creer.
—¡Qué rica está
la sopa! —exclamaban—. ¡Y bastan tres pedruscos de nada para prepararla!
Nadie se preguntó
si el sabor de la sopa no tendría algo que ver con las cosas que habían ido
añadiendo.
Comieron,
bailaron y cantaron hasta bien avanzada la noche. Los vecinos del pueblo ni se
acordaban de cuándo fue la última vez que se habían divertido tanto.
Eran las tantas
de la madrugada cuando se retiraron por fin a descansar. Ofrecieron a los
soldados las camas más cómodas de las mejores habitaciones de sus casas.
Cuando los
soldados se levantaron, el pueblo al completo los estaba
esperando. Les
habían preparado una bolsa con hogazas de pan, quesos y unas cuantas botellas
de vino.
—Nos habéis hecho
el mejor de los regalos: el secreto de la sopa de piedras — les dijo un
vecino—. Nunca lo olvidaremos.
Volviéndose a
mirar a la multitud, el tercer soldado confesó:
—Os hemos dado
tres piedras de nada, es verdad, pero os revelaré el
verdadero secreto
de la sopa. Solo compartiendo lo que se tiene es posible celebrar un festín por
todo lo alto.
Dicho eso, los
soldados se alejaron por el camino. Y los vecinos observaron su marcha
patidifusos pero muy pensativos.
Kate Daubney (10 cuentos divertidos para contar)