La casita de Arundel no sólo era amarilla, sino que era del amarillo más
cremoso que las Penderwick habían visto jamás. Era todo lo pequeña y acogedora
que se le suponía, con su porche de entrada, sus rosales y abundantes árboles
para dar sombra.
La llave estaba debajo del felpudo, justo como había dicho Cagney. El
señor Penderwick abrió la puerta y la familia fue desfilando. Para asombro de
todos, el interior de la vivienda era todavía más encantador que el exterior.
Todo estaba pintado de bonitos tonos verdes y azules, y los muebles, a pesar de
su comodidad, eran bien sólidos. Apartado del salón, había un pequeño despacho
con un escritorio y un diván que el señor Penderwick no tardó en reclamar para
sí, alegando que quería estar lo más lejos posible del barullo de sus hijas.
Jeanne Birdsall (Las hermanas Penderwick)