Al día siguiente
de cambiarse de casa, Coraline fue a explorar.
Recorrió el
jardín, que era grande. Al fondo había una antigua cancha de tenis, pero en la
casa nadie practicaba ese deporte: la valla que rodeaba la pista tenía
agujeros, y la red estaba totalmente deshecha. Había una vieja rosaleda llena
de rosales enanos consumidos por los insectos; un jardincito rocoso que era
todo piedras, y un corro de brujas, es decir, un grupo de húmedos hongos
venenosos de color marrón que olían fatal si se pisaban accidentalmente.
También había un
pozo. Al día siguiente de que la familia de Coraline llegase a la casa, la
señorita Spink y la señorita Forcible advirtieron a la niña con gran
insistencia de lo peligroso que era, y le aconsejaron que no se acercase a él.
Por eso Coraline decidió investigar, para saber dónde estaba el pozo y
mantenerse después a distancia prudencial.
Lo encontró al
tercer día, en un prado lleno de matas que había junto a la cancha de tenis,
detrás de una arboleda. Era un círculo de ladrillos de poca altura, semioculto
entre las altas hierbas. Para que nadie se cayese dentro, el pozo tenía una
tapa de tablas de madera. En una había un agujerito, y Coraline se pasó toda
una tarde lanzando piedrecitas y bellotas por allí, y esperando a oír el «plof»
que hacían al hundirse en el agua, muy abajo.
Coraline buscó
también animales. Encontró un erizo, la piel de una serpiente (pero no a su
dueña), una piedra que parecía una rana y un sapo que parecía una piedra.
Había además un
altivo gato negro que se sentaba en los muros y en los troncos de los árboles y
la observaba, pero cuando se acercaba para jugar con él escapaba.
Y así pasó las
dos primeras semanas en la casa: explorando el jardín y los alrededores.
Neil Gaiman (Coraline)