Heidi

En casa del señor Sesemann, de Frankfurt, vivía su hija Clara, que estaba enferma y pasaba sus días en un cómodo sillón de ruedas. En aquel momento, Clara se hallaba en la llamada sala de estudio, contigua al comedor y llena de objetos y enseres que le daban un aspecto acogedor y mostraban que en ella vivía la familia con preferencia. La biblioteca, hermosa y grande, provista de dos puertas vidrieras, había dado el nombre a la sala y es allí donde la niña paralítica recibía diariamente las lecciones.

Clara tenía un rostro delgado y pálido y unos ojos azules y bondadosos, que en aquel momento no se apartaban del gran reloj de pared; le parecía que las agujas avanzaban aquel día con especial lentitud, pues Clara, tan paciente habitualmente, exclamó de pronto con cierta vivacidad:

—Pero, señorita Rottenmeier, ¿todavía no es la hora?

La así interpelada estaba sentada bien derecha ante una pequeña mesa de costura y bordaba. Vestía una extraña ropa, una chaqueta con un gran cuello, que daba a toda su persona un aspecto muy solemne acrecentado por un tocado en forma de cúpula. La señorita Rottenmeier estaba en aquella casa desde la muerte de la señora Sesemann, hacía ya algunos años, y ejercía de ama de llaves. El señor Sesemann, que viajaba mucho, le había confiado la gestión del hogar y no había impuesto más que una condición: que su hija tendría voz en todos los asuntos y que no se haría nada contra la voluntad de ella.

Mientras arriba preguntaba Clara por segunda vez y con mayor señal de impaciencia, si todavía no había llegado la hora, abajo, ante la puerta de entrada, se detuvo Dete con Heidi de la mano e interrogaba al cochero Juan, que acababa de apearse del coche, si era prudente molestar a la señorita Rottenmeier a una hora tan avanzada.

—Eso no es de mi incumbencia —gruñó el cochero—. Toque la campanilla del pasillo y bajará Sebastián.

Dete hizo lo que le indicaron y en seguida bajó el criado de la casa vestido con una librea con grandes botones dorados y con los ojos casi tan grandes y redondos como los botones.

—Quisiera saber si a esta hora aún se puede molestar a la señorita Rottenmeier —volvió a repetir Dete.

—Eso no es de mi incumbencia —repuso el criado—. Tiene usted que tocar otra campanilla para llamar a Tinette, la doncella.

Y sin más explicaciones se marchó Sebastián.

Dete volvió a llamar. Entonces se presentó en lo alto de la escalera la doncella Tinette, con blanca y almidonada cofia en la cabeza y una sonrisa burlona.

—¿Qué pasa? —preguntó sin bajar la escalera.

Dete repitió su pregunta. La doncella Tinette desapareció, mas volvió al instante y dijo desde arriba:

—Suban, las están esperando.

Dete y Heidi subieron la escalera y siguieron a la doncella hasta la sala de estudio. En el umbral, Dete se detuvo educadamente, sin soltar a la niña, pues temía su reacción en un lugar tan poco familiar para ella.

La señorita Rottenmeier se levantó lentamente de su asiento, y se acercó para examinar a la nueva compañera de juegos y estudios de la hija de la casa. Al parecer, el aspecto de la pequeña no era de su agrado. Heidi llevaba su sencillo vestido de algodón y en la cabeza un sombrerito de paja, viejo y abollado. La niña miraba cándidamente pero con evidente curiosidad la especie de cúpula que llevaba aquella señora en su tocado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el ama de llaves tras examinar un rato a la niña, que no le quitaba los ojos de encima.

—Heidi —contestó la pequeña con voz clara y sonora.

—¿Cómo? Esto no es un nombre cristiano. ¿Qué nombre te dieron al bautizarte? —seguía preguntando la señorita Rottenmeier.

—No lo sé —repuso Heidi.

—Eso no es una contestación —observó la dama moviendo la cabeza—. Diga usted, Dete, ¿esa niña es tonta o impertinente?

—Si la señorita me lo permite, hablaré por la niña, porque ella tiene poca experiencia —dijo Dete, dando a Heidi un discreto golpecito por su respuesta inoportuna—. No es que sea tonta ni impertinente, sino que todo cuanto habla lo dice con franqueza y tal como lo siente. Es la primera vez que entra en una casa de señores y no conoce las buenas maneras. Sin embargo, es dócil y bastante inteligente y aprenderá fácilmente si la señorita se digna tener un poco de paciencia. La niña se llama Adelaida, como su madre, mi difunta hermana.

—Bien, al menos es un nombre que se puede pronunciar —observo la señorita Rottenmeier—, pero he de decirle que la niña me parece un poco extraña para su edad. Yo le hice saber que la compañera de Clara había de ser una niña de su misma edad, para poder seguir los mismos estudios y tomar parte en todas sus ocupaciones. La señorita Clara ha cumplido ya los doce años. ¿Qué edad tiene la niña?

—Con su permiso —contestó Dete con elocuencia— le diré que yo misma no recuerdo a punto fijo cuántos años tiene. La verdad es que es un poco más joven, no mucho, cuánto más no sé decirlo exactamente, pero creo que debe de tener unos diez años o incluso algo más.

—Tengo ahora ocho años, me lo ha dicho el abuelo —declaró Heidi.

Tía Dete le volvió a dar un golpecito, pero como la niña ignoraba la causa, no se aturdió lo más mínimo.

—¿Cómo? ¿Sólo ocho años? —exclamó la señorita Rottenmeier con indignación— ¡Cuatro años menos que Clara! ¡Esto no puede ser! ¿Qué haremos? ¿Y qué has aprendido? ¿Qué libros has estudiado?

—Ninguno —contestó Heidi.

—¿Cómo? ¿Qué? ¿Cómo has aprendido a leer entonces? —siguió preguntando la dama.

—Eso no lo he aprendido, ni Pedro tampoco —respondió Heidi

—¡Misericordia! ¿No sabes leer? Pero ¿de verdad que no sabes leer? —exclamó la señorita Rottenmeier con gran asombro—. ¿Cómo es posible? ¿Qué has aprendido, pues?

—Nada —declaró Heidi de acuerdo con la verdad.

—Oiga usted, joven —dijo el ama de llaves al cabo de unos minutos, tratando de serenarse—, esto no es lo convenido. ¿Cómo ha podido traerme a esta criatura?

Pero Dete no se dejó intimidar fácilmente y contestó resueltamente:

—Si la señorita me lo permite, le diré que la niña corresponde perfectamente a lo que buscaba. Usted quería una niña un poco especial y distinta de las demás, y para cumplir sus deseos, tuve que recurrir a la hija de mi hermana, aunque tenga menos años, porque en nuestras montañas, cuando tienen más edad, dejan en seguida de ser originales y distintas de las otras, y por eso creí que Heidi convenía exactamente a sus deseos. Ahora es preciso que me vaya, pues mis señores me estarán esperando. Y si ellos lo permiten, volveré dentro de pocos días para ver cómo van las cosas.

Y después de hacer una reverencia, Dete salió por la puerta y echó a correr escaleras abajo. La señorita Rottenmeier se quedó un momento inmóvil, pero luego la siguió, pensando que si esta niña iba realmente a quedarse en la casa, tenía que consultar todavía un sinfín de cosas con su tía, que parecía firmemente decidida a dejar a Heidi allí.

Heidi, desde su llegada, no se había movido de la puerta, y Clara había observado la escena desde su sillón sin decir nada.

—¡Ven aquí! —dijo Clara al fin.

 

Johanna Spyri (Heidi)