Esa noche Coraline se tumbó en la cama después de bañarse y cepillarse
los dientes, y se puso a mirar el techo con los ojos muy abiertos.
Hacía bastante calor, y como la mano se había ido, abrió de par en par la
ventana de su habitación. Le había pedido a su padre que no echase del todo las
cortinas.
Su nuevo uniforme escolar estaba cuidadosamente colocado sobre la silla
para que se lo pusiera al levantarse.
Por lo general, en la noche previa al primer día del curso Coraline se
sentía inquieta y nerviosa. Pero entonces comprendió que nunca volvería a darle
miedo nada relacionado con el colegio.
Le pareció que el aire de la noche le llevaba una música celestial: el
tipo de música que sólo se interpreta con diminutos trombones, trompetas y
fagots de plata, con flautines y tubas tan pequeños y frágiles que sus botones
sólo los pueden tocar los rosados deditos de los ratones blancos.
Coraline se imaginó que regresaba al sueño en que jugaba con las dos
niñas y el niño, y sonrió.
Cuando asomaron las primeras estrellas, Coraline se durmió
definitivamente mientras la suave música del circo de ratones invadía el aire
cálido del anochecer, anunciándole al mundo que el verano casi había terminado.
Neil Gaiman (Coraline)