Erik Vogler no podía sospechar lo que iba a ocurrir aquella noche. Se había pasado varias horas preparando su equipaje. Ordenó sus calcetines de lana virgen por colores, las chaquetas según el grosor y varios pantalones teniendo en cuenta su antigüedad. Después colocó, en uno de los laterales de la maleta, un diminuto costurero de viaje junto con un estuche de piel, en el que había todo lo necesario para abrillantar sus zapatos. Sobre la cama, aguardaban dos cinturones perfectamente enrollados, varias camisas de seda y una bolsa de aseo. Durante unos instantes, Erik contempló su obra con orgullo. Pero, mientras doblaba los calzoncillos recién planchados, alguien llamó a su habitación.
—Humm…, ¿se
puede? —titubeó su padre asomando la cabeza por la puerta del dormitorio.
—Sí, pasa, pasa
—contestó Erik invitándole a entrar—. Todavía no he terminado.
—¿Qué tal vas?
—preguntó con timidez.
—Ya me falta
poco. Pero me gustaría organizar las camisas por orden alfabético.
—¿Por orden
alfabético?
—Sí, según la
marca del fabricante o por el tejido. Aún no lo tengo muy claro. Por cierto,
¿te has informado de qué temperatura hará mañana en Nueva York?
—De eso quería
hablarte, hijo… Verás, ha surgido un pequeño contratiempo con el viaje.
—¿Qué ocurre?
—preguntó el joven cerrando una de las cremalleras del interior de la maleta.
—Verás…,
¿recuerdas que saqué los billetes de avión por Internet hace un par de meses?
Erik asintió con
la cabeza mientras se sentaba en una de las butacas de la habitación. Esa noche
llevaba un pijama de cuadros escoceses y unas pantuflas a juego que le había regalado
su tío en uno de sus viajes a Edimburgo. Miró a su padre en silencio. No
adivinaba adónde quería llegar con aquella pregunta. Frank Vogler cruzó sus
brazos sobre el pecho, tragó saliva y dudó un momento. Después, aclaró su
garganta y tomó aire.
—Pues… me
equivoqué con las fechas cuando hice la compra —soltó de golpe mirándole a los
ojos.
No podía ser
cierto. Debía de tratarse de una broma de muy mal gusto, cruel. Pero Frank
Vogler asintió con la cabeza ante la expresión interrogante de su hijo. Entonces,
el joven dejó caer al suelo la bufanda de cachemir que sostenía entre sus
manos.
—¿Cómo? —se
atrevió a preguntar, y sintió que su pulso empezaba a acelerarse.