La casa

 La casa colgada sobre el acantilado se les apareció de improviso, después de una curva. Su torrecilla de piedra, rodeada de árboles, se recortaba contra el azul del mar.

—¡Caramba! —exclamó la señora Covenant al verla.

Su marido, al volante, se limitó a sonreír. Franqueó la cancela de hierro forjado y aparcó el automóvil en el patio.

La señora Covenant bajó del coche. La grava crujió bajo sus tacones y ella parpadeó, como dudando si creer o no en lo que estaban viendo sus ojos.

La casa colgaba vertiginosamente sobre el mar: se oía batir las olas contra los escollos y el aire olía intensamente a salitre. El edificio se erguía contra el azul del mar y el cielo. Más cerca lo rodeaban los árboles del jardín y, a lo lejos, al pie del acantilado, se entreveía la bahía de Kilmore Cove con sus casas desperdigadas.

La señora Covenant, con la boca abierta, estaba de pie en medio del patio cuando se le acercó un hombre anciano, con el rostro marcado por arrugas pronunciadas y una barba blanca cuidada con primor. Tenía unos ojos muy vivaces e inquietos y una mirada profunda. Al presentarse, sobresaltó a la señora.

—Me llamo Néstor —dijo—. Soy el jardinero de Villa Argo.

Así que ese era el nombre de la casa, pensó ella: «Villa Argo».

Siguió a su marido y al jardinero cojo hasta un pórtico que daba sobre el mar.

—¿Seguro que no nos hemos equivocado? —preguntó la señora Covenant acariciando con el dedo los muros de Villa Argo, como para cerciorarse de que eran reales.

Su marido la tomó de la mano y le susurró:

—Y ahora, agárrate fuerte…

Villa Argo era aún más extraordinaria por dentro que por fuera: formaba un dédalo de habitaciones pequeñas, decoradas con muebles y objetos que parecían provenir de todos los rincones del mundo. Todo era perfecto: todo estaba en su sitio. Por primera vez en su vida, pensó la señora Covenant, no iba a tener que cambiar de lugar un solo mueble.

—Dime que no es mentira… —le susurró a su marido.

Él se limitó a apretarle la mano.

Así que era verdad: realmente habían comprado aquella casa.

La señora Covenant se dejó guiar hasta un pequeño salón con la bóveda y las paredes de piedra, antiguas y elegantes. Se accedía a ella atravesando una pequeña arcada. En la pared oriental había otra puerta de salida, de madera oscura.

—Esta es una de las estancias más antiguas… —empezó a decir el jardinero con aire de satisfacción—. No ha cambiado en más de mil años, cuando aquí aún había una torre medieval. El señor Moore, el antiguo propietario, se limitó a tapar las rendijas de la ventana para que no hubiera corriente y, naturalmente, a tender los hilos de la luz. —Les indicó la lámpara que colgaba del centro de la bóveda.

—A Jason le encantará… —dijo el señor Covenant.

Su mujer no hizo ningún comentario.

—Tienen dos hijos, ¿verdad? —preguntó el jardinero.

—Sí, un niño y una niña de once años —respondió la mujer de manera mecánica—. Son gemelos.

—E imagino que serán unos chicos inteligentes, alegres, llenos de vida… Y que estarán encantados de crecer en un lugar aislado del resto del mundo y de la red ultraveloz de internet…

La señora Covenant lo miró sorprendida.

—Bueno, supongo que sí… —respondió—. A lo mejor no está bien que sea yo quien lo diga, pero… sí, son muy independientes… —Le vino a la mente la imagen de Jason pegado a la pantalla del ordenador y cabeceó—. Yo creo que incluso sin internet ultraveloz estarán entusiasmados de vivir en una mansión como esta.

—Perfecto, verdaderamente perfecto —asintió el jardinero—. Si a la señora le gusta la casa, podemos dar por cerrado el trato.

El señor Covenant le explicó a su mujer que era voluntad del antiguo propietario, el señor Ulysses Moore, que la casa fuera a parar a una familia joven, con dos hijos por lo menos.

—Quería que la casa estuviera siempre llena de vida… —añadió el jardinero abriéndoles el paso hasta la salida de la habitación de piedra—. Decía que una casa sin niños es una casa muerta.

—Tenía razón —comentó la señora Covenant.

Antes de salir, contempló con mayor detenimiento la puerta de madera que había en la pared oriental. Advirtió que, en ciertos puntos, la madera parecía carbonizada, y que en el resto estaba llena de rasguños y arañazos profundos.

—¿Qué le ha pasado a esta puerta? —preguntó.

Néstor se acercó, miró la puerta y agitó la cabeza.

—Ah, perdone —farfulló—. Haga como si no hubiera visto esa puerta. Desde que se perdieron las llaves que la abrían, le ha pasado de todo. ¿Ve esos cuatro agujeros? El señor Moore creía que eran cerraduras. Trató de abrirla de todas las maneras imaginables, pero… fue inútil.

—Y ¿adónde conduce?

El jardinero se encogió de hombros.

—¿Quién puede decirlo? Antiguamente quizá condujera a la vieja cisterna, que hoy ya no existe, o eso creo.

La señora Covenant acarició la madera ennegrecida y arañada y comentó inquieta, mirando a su marido:

—Tal vez fuera mejor poner algo delante, para que a los niños no se les ocurra tratar de abrirla.

—Bien dicho —murmuró el jardinero mientras salía cojeando de la habitación—. Es lo mejor que puede hacerse: a sus hijos no se les debe ocurrir jamás tratar de abrirla…

 

Pierdomenico Baccalario (La puerta del tiempo –  Ulysses Moore I)