Cuando en Milán llovieron sombreros

     Una mañana, en Milán, el contable Bianchini iba al banco enviado por su empresa. Era un día precioso, no había ni siquiera un hilillo de niebla, hasta se veía el cielo, y en el cielo, además, el sol; algo increíble en el mes de noviembre. El contable Bianchini estaba contento y al andar con paso ligero canturreaba para sus adentros: «Pero que día tan bonito, que día tan bonito, que día tan bonito, realmente bonito y bueno…»

Pero, de repente, se olvidó de cantar, se olvidó de andar y se quedó allí, con la boca abierta, mirando al aire, de tal forma que un transeúnte se le echó encima y le cantó las cuarenta:

—Eh, usted, ¿es que se dedica a ir por ahí contemplando las nubes? ¿Es que no puede mirar por dónde anda?

—Pero si no ando, estoy quieto… Mire.

—¿Mirar qué? Yo no puedo andar perdiendo el tiempo. ¿Mirar dónde? ¿Eh? ¿¡Oh!? ¡La Marimorena!

—Lo ve, ¿qué le parece?

—Pero eso son… son sombreros…

En efecto, del cielo azul caía una lluvia de sombreros, No un solo sombrero, que podía estar arrastrando el viento de un lado para otro. No sólo dos sombreros que podían haberse caído de un alféizar. Eran cien, mil, diez mil sombreros los que descendían del cielo ondeando. Sombreros de hombre, sombreros de mujer, sombreros con pluma, sombreros con flores, gorras de joquey, gorras de visera, kolbaks de piel, boinas, chapelas, gorros de esquiar… Y después del contable Bianchini y de aquel otro señor, se pararon a mirar al aire muchos otros señores y señoras, también el chico del panadero, y el guardia que dirigía el tráfico en el cruce de la vía Manzoni y la vía Montenapoleone, también el tranviario del tranvía número dieciocho, y el del dieciséis e incluso el del uno… Los tranviarios bajaban del tranvía y miraban al aire y los pasajeros también descendían y todos decían algo:

—¡Qué maravilla!

—¡Parece imposible!

—Pero bueno, será para anunciar magdalenas.

—¿Qué tienen que ver las magdalenas con los sombreros?

—Entonces será para hacer propaganda del turrón.

—Y dale con el turrón. No piensa más que en cosas que llevarse a la boca. Los sombreros no son comestibles.

—Entonces, ¿son de verdad sombreros?

—No, mire, ¡son timbres de bicicleta! ¿Pero es que no ve usted también lo que son?

—Parecen sombreros. Pero ¿serán sombreros para ponerse en la cabeza?

—Perdone, ¿dónde se coloca usted el sombrero, en la nariz?

Por lo demás, las discusiones cesaron rápidamente. Los sombreros estaban tocando tierra, en la acera, en la calle, sobre los techos de los automóviles, alguno entraba por las ventanillas del tranvía, otros volaban directamente a las tiendas. La gente los recogía, empezaba a probárselos.

—Éste es demasiado ancho.

—Pruébese éste, contable Bianchini.

—Pero ése es de mujer.

—Pues se lo lleva a su mujer ¿no?

—¡Se disfraza!

—¡Exacto! Yo no voy al banco con un sombrero de mujer…

—Démelo a mí, ése le va bien a mi abuela…

—Pero también le vale a la hermana de mi cuñado.

—Éste lo he cogido yo primero.

—No, primero yo.

Había gente que salía corriendo con tres, cuatro sombreros, uno para cada miembro de la familia. También llegó una monja corriendo; pedía gorras para los huerfanitos.

Y cuantos más recogía la gente, más caían del cielo. Cubrían el suelo público, llenaban los balcones. Sombreros, sombreritos, gorras, gorritos, bombines, chisteras, chapeos, sombrerazos de cow-boy, sombreros de teja, de pagoda, con cinta, sin cinta…

El contable Bianchini ya tenía diecisiete entre los brazos y no se decidía a seguir su camino.

—No todos los días hay una lluvia de sombreros, hay que aprovecharlo, uno se aprovisiona para toda la vida, como a mi edad la cabeza ya no crece…

—Si acaso se hará más pequeña.

—¿Cómo más pequeña? ¿Qué pretende insinuar? ¿Qué perderé la cabeza?

—Vamos, vamos, no se enfade, contable; cójase esta gorra militar…

Y los sombreros llovían, llovían… Uno cayó justo encima de la cabeza del guardia (que ya no dirigía el tráfico; total, los sombreros se iban donde querían): era una gorra de general y todos dijeron que era una buena señal y pronto ascenderían al guardia.

¿Y luego?

 

PRIMER FINAL

Unas horas después, en el aeropuerto de Francfort, aterrizaba un gigantesco avión de Alitalia que había dado la vuelta al mundo cargando toda clase de sombreros, destinados a ser expuestos al público en una Feria Internacional del Sombrero.

El alcalde había ido a recibir la preciosa carga. Una banda municipal entonó el himno ¡Oh, Tú, Sombrero Protector de las cabezas de Valor! con música del profesor Juan Sebastián Ludovico Báchlein. Como es natural, el himno se interrumpió a la mitad cuando se descubrió que los únicos sombreros transportados por el avión a Alemania eran los del comandante y los de los otros miembros de la tripulación…

Esto explica los motivos de la lluvia de sombreros acaecida en la capital lombarda, pero, lógicamente, la Feria Internacional tuvo que postergarse sin fecha establecida. El piloto que había dejado caer los sombreros sobre Milán por error, fue severamente amonestado y condenado a volar sin gorra durante seis meses.

 

SEGUNDO FINAL

Aquel día llovieron sombreros.

Al día siguiente llovieron paraguas.

Al otro, cajas de bombones. Y después, sin interrupción, llovieron frigoríficos, lavadoras, tocadiscos, cubitos de caldo en paquetes de cien, corbatas, pasteles, pavos rellenos. Por último, llovieron árboles de Navidad cargados de toda clase de regalos. La ciudad estaba literalmente inundada por todas aquellas riquezas. Las casas rebosaban. Y los comerciantes se sintieron fatal, pues habían esperado ansiosamente las semanas de las fiestas para hacer buenos negocios.

 

TERCER FINAL

Llovieron sombreros hasta las cuatro de la tarde. A esa hora en la plaza de la catedral había una montaña más alta que el monumento. La entrada al atrio estaba bloqueada por una pared de sombreros de paja. A las cuatro y un minuto se levantó un gran viento. Los sombreros empezaron a rodar por las calles, cada vez a mayor velocidad, hasta que levantaron el vuelo, enredándose en los hilos de la red del tranvía.

—¡Se van! ¡Se van! —gritaba la gente.

—Pero ¿por qué?

—A lo mejor ahora van a Roma.

—¿Y cómo lo sabe? ¿Se lo han dicho ellos?

—Pero qué a Roma, miren: vuelan hacia Como.

Los sombreros se elevaron sobre los tejados, como una inmensa bandada de golondrinas, y se fueron volando; nadie sabe en dónde acabaron porque no cayeron ni en Como ni en Busto Arsizio. Los sombreros de Milán lanzaron un suspiro: aquel día no les llegaba la camisa al cuerpo.

 

Gianni Rodari