El desván era grande y oscuro. Olía a polvo y naftalina. No se oía ningún ruido, salvo el suave tamborileo de la lluvia sobre las planchas de cobre del gigantesco tejado. Fuertes vigas, ennegrecidas por el tiempo, salían a intervalos regulares del entarimado, uniéndose más arriba a otras vigas del armazón del tejado y perdiéndose en algún lado en la oscuridad. Aquí y allá colgaban telas de araña, grandes como hamacas, que se columpiaban suave y fantasmalmente en el aire. De lo alto, donde había un tragaluz, bajaba un resplandor lechoso.
La única cosa viva en aquel entorno, en donde el tiempo parecía
detenerse, era un ratoncito que saltaba sobre el entarimado, dejando en el
polvo huellas diminutas. Allí donde la colita le arrastraba, quedaba entre las
impresiones de sus patas una raya delgada. De pronto se enderezó y escuchó. Y
luego —¡hush!— desapareció en un agujero de las tablas.
Se oyó el ruido de una llave en la gran cerradura. La puerta del desván
se abrió despacio y rechinando y, por un instante, una larga franja de luz
atravesó el cuarto. Bastián se metió dentro y cerró luego empujando la puerta,
que rechinó otra vez. Metió una gran llave en la cerradura y la hizo girar.
Luego echó además el cerrojo y dio un suspiro de alivio. Ahora sí que no
podrían encontrarlo. Nadie lo buscaría allí. Sólo muy raras veces venía alguien
—¡de eso estaba bastante seguro!— e, incluso si la casualidad quería que
precisamente hoy o mañana alguien tuviera algo que hacer allí, quien fuera se
encontraría con la puerta cerrada. Y la llave no estaría. En el caso de que, a
pesar de todo, abrieran la puerta, Bastián tendría tiempo suficiente para
esconderse entre los cachivaches.
Poco a poco, sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Conocía el
lugar. Seis meses antes, el portero del colegio le había pedido que lo ayudase
a transportar un gran cesto de ropa lleno de viejos formularios y papeles que
había que dejar en el desván. Entonces Bastián había visto dónde se guardaba la
llave de la puerta: en un armarito que había en la pared, junto al tramo
superior de la escalera. Desde entonces no había vuelto a pensar en ello. Pero
ahora se había acordado otra vez.
Bastián comenzó a tiritar, porque tenía el abrigo empapado y allí arriba
hacía mucho frío. Por de pronto, tenía que buscar un lugar en donde ponerse un
poco más cómodo. Al fin y al cabo, tendría que estar allí mucho tiempo. Cuánto…
En eso no quería pensar de momento, ni tampoco en que pronto tendría hambre y
sed.
Anduvo un poco por allí.
Había toda clase de trastos, tumbados o de pie; estantes llenos de
archivadores y de legajos no utilizados hacía tiempo, pupitres manchados de
tinta y amontonados, un bastidor del que colgaba una docena de mapas antiguos,
varias pizarras con la capa negra desconchada, estufas de hierro oxidadas,
aparatos gimnásticos inservibles, balones medicinales pinchados y un montón de
colchonetas de gimnasia viejas y manchadas, amén de algunos animales disecados,
medio comidos por la polilla, entre ellos una gran lechuza, un águila real y un
zorro, toda clase de retortas y probetas rajadas, una máquina electrostática,
un esqueleto humano que colgaba de una especie de armario de ropa, y muchas
cajas y cajones llenos de viejos cuadernos y libros escolares. Bastián se
decidió finalmente a hacer habitable el montón de colchonetas viejas. Cuando
uno se echaba encima, se sentía casi como en un sofá. Las arrastró hasta debajo
del tragaluz, donde la claridad era mayor. Cerca había, apiladas, unas mantas
militares de color gris, desde luego muy polvorientas y rotas, pero plenamente
aprovechables. Bastián las cogió. Se quitó el abrigo mojado y lo colgó junto al
esqueleto en el ropero. El esqueleto se columpió un poco, pero a Bastián no le
daba miedo. Quizá porque estaba acostumbrado a ver en su casa cosas parecidas.
Se quitó también las botas empapadas. En calcetines, se sentó al estilo árabe
sobre las colchonetas y, como un indio, se echó las mantas grises por los
hombros. Junto a él tenía su cartera… y el libro de color cobre.
Pensó que los otros, en la clase de abajo, debían de estar dando
precisamente Lengua. Quizá tuvieran que escribir una redacción sobre algún tema
aburridísimo.
Bastián miró el libro.
«Me gustaría saber», se dijo, «qué pasa realmente en un libro cuando está
cerrado. Naturalmente, dentro hay sólo letras impresas sobre el papel, pero sin
embargo… Algo debe de pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una
historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las
aventuras, hazañas y peleas posibles… y a veces se producen tormentas en el mar
o se llega a países o ciudades exóticos. Todo eso está en el libro de algún
modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes.
Me gustaría saber de qué modo».
Y de pronto sintió que el momento era casi solemne. Se sentó derecho,
cogió el libro, lo abrió por la primera página y
comenzó a leer
La Historia Interminable