Parecía de mi edad. Era pelirroja y tenía la cara llena de pecas. Llevaba
un vestido de color crema, con el dobladillo manchado después de arrodillarse
en la tierra, y una muñeca de trapo apretada contra el pecho: una muñeca con la
cara rosa y sucia, el pelo de lana marrón y dos botones negros y brillantes a
modo de ojos.
Lo primero que hizo fue dejar la muñeca a su lado, acostarla con mucho
cuidado en la hierba crecida. Parecía muy cómoda, la muñeca, con los brazos a
lo largo de los costados y la cabeza un poco incorporada. Al menos a mí me
pareció que estaba muy cómoda.
Estaba muy cerca de la niña, y oí el ruido que hacía al arañar la tierra,
cuando empezó a hacer un hoyo con un palo. Ella no me vio, ni siquiera cuando
lanzó el palo, que aterrizó rozándome los dedos de los pies, porque los llevaba
al aire, con esas absurdas chanclas de goma. Yo prefería ponerme las
deportivas, pero mi madre es así. ¡Las deportivas, un día tan bueno! ¡Ni
hablar! Así es ella.
Una avispa revoloteaba alrededor de mi cabeza, y normalmente eso habría
bastado para que me pusiera a dar saltos y manotazos, pero esta vez no me lo
permití. Me quedé muy quieto, porque no quería molestar a la niña, no quería que
me viese. Siguió cavando con los dedos y sacando la tierra seca con las manos,
hasta que terminó de hacer el hoyo. Entonces se limpió las manos lo mejor que
pudo, cogió su muñeca y le dio dos besos.
Esto es lo que mejor recuerdo: los dos besos. Uno en la frente y otro en
la mejilla.
Nathan Filer (La Luna no está)