El desfiladero

 La carretera del desfiladero era dura y sin baches, y a primera hora de la mañana aún no se había levantado polvo. Más abajo estaban las colinas, con robles y castaños, y mucho más abajo todavía estaba el mar. Al otro lado había nieves montañosas.

Descendimos del desfiladero por un paisaje boscoso. Había bolsas de carbón apiladas a ambos lados de la carretera, y a través de los árboles se veían las cabañas de los carboneros. Era domingo y la carretera subía y bajaba, aunque cada vez estábamos a menor altura, atravesábamos pueblos y extensiones de maleza.

Había viñedos rodeando los pueblos. Los campos eran marrones, y las viñas ásperas y tupidas. Las casas eran blancas, y en las calles los hombres, con sus trajes de domingo, jugaban a la petanca. Junto a los muros de algunas casas había perales, y sus ramas caían en forma de candelabro sobre las tapias blancas. Los perales habían sido fumigados, y las tapias de las casas exhibían unas manchas metálicas verde azuladas causadas por el vapor de la fumigación. En torno a los pueblos había pequeños calveros donde crecían los viñedos, y luego los bosques.

En un pueblo, a unos veinte kilómetros por encima de Spezia, había un gran gentío en la plaza, y un joven que acarreaba una maleta se acercó a nuestro coche y nos preguntó si podíamos llevarlo a Spezia.

 

Ernest Hemingway (Che ti dice la patria?)