Era medianoche cuando McLendon llegó en el coche a su casa recién estrenada. Estaba tan limpia y tan arregladita como una jaula para pájaros, y era casi igual de pequeña, pintada de verde y blanco. Cerró el coche y subió las escaleras del porche y entró. Su esposa se levantó del sillón, junto a la lámpara de lectura. McLendon se detuvo y se quedó mirándola hasta que ella bajó los ojos.
—Mira ese reloj —le dijo, y alzó el brazo para señalarlo. Ella se quedó
delante de él, cabizbaja, con una revista en las manos. Estaba pálida, tensa,
con aire de cansancio—. ¿Cuántas veces te he dicho que no te quedes así
esperándome a ver cuándo llego?
William Faulkner (Sequía en
septiembre)