Aquella noche llovía. Era una lluvia fina, murmuradora. Incluso años y
años después, a Meggie le bastaba cerrar los ojos para oír sus dedos diminutos
tamborileando contra el cristal. En algún lugar de la oscuridad ladraba un
perro y Meggie no podía conciliar el sueño, por más vueltas que diera en la
cama.
Guardaba debajo de la almohada el libro que había estado leyendo. La tapa
presionaba su oreja, como si quisiera volver a atraparla entre las páginas
impresas.
—Vaya, seguro que es comodísimo tener una cosa tan angulosa y dura debajo
de la cabeza —le dijo su padre la primera vez que descubrió un libro debajo de su
almohada—. Admítelo, por las noches te susurra su historia al oído.
—A veces —contestó Meggie—. Pero sólo funciona con los niños pequeños.
—Como premio Mo le pellizcó la nariz.
Mo. Meggie siempre había llamado así a su padre.
Aquella noche —en la que tantas cosas comenzaron y cambiaron para
siempre— Meggie guardaba debajo de la almohada uno de sus libros predilectos, y
cuando la lluvia le impidió dormir, se incorporó, se despabiló frotándose los
ojos y sacó el libro de debajo de la almohada. Cuando lo abrió, las páginas
susurraron prometedoras. Meggie opinaba que ese primer susurro sonaba distinto
en cada libro, dependiendo de si sabía lo que le iba a relatar o no. Sin
embargo, ahora lo fundamental era disponer de luz. En el cajón de su mesilla de
noche escondía una caja de cerillas. Su padre le había prohibido encender velas
por la noche. El fuego no le gustaba.
—El fuego devora los libros —decía siempre, pero al fin y al cabo ella
tenía doce años y era capaz de controlar un par de velas.
Cornelia Funke (Corazón de tinta)