Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una sorpresa al ver que
María, la criada de la familia —que siempre andaba cabizbaja y no solía
levantar la vista de la alfombra—, estaba en su dormitorio sacando todas sus
cosas del armario y metiéndolas en cuatro grandes cajas de madera; incluso las
pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de
nadie más.
—¿Qué haces? —le preguntó con toda la educación de que fue capaz, pues,
aunque no le hizo ninguna gracia encontrarla revolviendo sus cosas, su madre siempre
le recordaba que tenía que tratarla con respeto y no limitarse a imitar el modo
en que Padre se dirigía a la criada—. No toques eso.
María sacudió la cabeza y señaló la escalera, detrás de Bruno, donde
acababa de aparecer la madre del niño. Era una mujer alta y de largo cabello
pelirrojo, recogido en la nuca con una especie de redecilla. Se retorcía las
manos, nerviosa, como si hubiera algo que le habría gustado no tener que decir
o algo que le habría gustado no tener que creer.
—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué María está revolviendo mis
cosas?
—Está haciendo las maletas.
John Boyne (El niño con el pijama de rayas)