Había una vez un anciano y bondadoso mago que empleaba la magia con generosidad y sabiduría en beneficio de sus vecinos. Como no quería revelar la verdadera fuente de su poder, fingía que sus pociones, encantamientos y antídotos salían ya preparados del pequeño caldero que él llamaba su «cazo de la suerte». Llegaba gente desde muy lejos para exponerle sus problemas, y el mago nunca tenía inconveniente en remover un poco su cazo y arreglar las cosas.
Ese mago tan
querido por todos alcanzó una edad considerable, y al morir le dejó todas sus
pertenencias a su único hijo. Éste no tenía el mismo carácter que su magnánimo
progenitor. En su opinión, quienes no podían emplear la magia eran seres
despreciables, y muchas veces había discutido con su padre por la costumbre de
éste de proporcionar ayuda mágica a sus vecinos.
Tras la muerte
del padre, el hijo encontró un paquetito con su nombre escondido en el viejo
cazo. Lo abrió con la esperanza de encontrar oro, pero lo que encontró fue una
blanda zapatilla de suela gruesa, demasiado pequeña para él. Dentro de esa
única zapatilla había un trozo de pergamino con este mensaje: «Con la sincera
esperanza, hijo mío, de que nunca la necesites.»
El hijo maldijo
la debilitada mente de su anciano padre. Luego metió la zapatilla en el caldero
y decidió que, a partir de ese momento, lo utilizaría como cubo de basura.
Esa misma noche,
una campesina llamó a la puerta.
—A mi nieta le
han salido unas verrugas, señor —dijo la mujer—. Su padre preparaba una
cataplasma especial en ese viejo cazo…
—¡Largo de aquí!
—gritó él—. ¡Me importan un rábano las verrugas de tu nieta!
Y le cerró la
puerta en las narices.
Al instante se
oyeron unos fuertes ruidos metálicos provenientes de la cocina. El mago
encendió su varita mágica, se dirigió hacia allí, abrió la puerta y se llevó
una gran sorpresa: al viejo cazo de su padre le había salido un solo pie de
latón, y daba saltos en medio de la habitación produciendo un ruido espantoso
al chocar con las losas del suelo. El mago se le acercó atónito, pero
retrocedió precipitadamente al ver que la superficie del cazo se había cubierto
de verrugas.
—¡Repugnante
cacharro! —gritó, e intentó lanzarle un hechizo desvanecedor; luego trató de
limpiarlo mediante magia y, por último, obligarlo a salir de la casa.
Sin embargo,
ninguno de sus hechizos funcionó y el mago no pudo impedir que el cazo saliera
de la cocina dando saltos tras él, ni que lo siguiera hasta su dormitorio, golpeteando
y cencerreando por la escalera de madera.
No consiguió
dormir en toda la noche por culpa del ruido que hacía el viejo y verrugoso
cazo, que permaneció junto a su cama. A la mañana siguiente, el cazo se empeñó
en saltar tras él hasta la mesa del desayuno. ¡Cataplum, cataplum,
cataplum! No paraba de brincar con su pie de latón, y el mago ni siquiera
había empezado a comerse las gachas de avena cuando volvieron a llamar a la
puerta.
En el umbral
había un anciano.
—Se trata de mi
vieja burra, señor —explicó—. Se ha perdido, o me la han robado, y como sin
ella no puedo llevar mis mercancías al mercado, esta noche mi familia pasará
hambre.
—¡Pues yo tengo
hambre ahora! —bramó el mago, y le cerró la puerta en las narices.
¡Cataplum,
cataplum, cataplum! El cazo seguía dando saltos con su único pie de latón,
pero a los ruidos metálicos se añadieron rebuznos de burro y gemidos humanos de
hambre que salían de sus profundidades.
—¡Silencio!
¡Silencio! —chillaba el mago, pero ni con todos sus poderes mágicos consiguió
hacer callar al verrugoso cazo, que se pasó todo el día brincando tras él,
rebuznando, gimiendo y cencerreando, fuera a donde fuese e hiciera lo que
hiciese su dueño.
Esa noche
llamaron a la puerta por tercera vez. Era una joven que sollozaba como si fuera
a partírsele el corazón.
—Mi hijo está
gravemente enfermo —declaró—. ¿Podría usted ayudarnos? Su padre me dijo que
viniera si tenía algún problema…
Pero el mago le
cerró la puerta en las narices.
Entonces el cazo
torturador se llenó hasta el borde de agua salada, y empezó a derramar lágrimas
por toda la casa mientras saltaba, rebuznaba, gemía y le salían más verrugas.
Aunque el resto
de la semana ningún otro vecino fue a pedir ayuda a la casa del mago, el cazo
lo mantuvo informado de las numerosas dolencias de los aldeanos.
Pasados unos
días, ya no sólo rebuznaba, gemía, lagrimeaba, saltaba y le salían verrugas,
sino que también se atragantaba y tenía arcadas, lloraba como un bebé, aullaba
como un perro y vomitaba queso enmohecido, leche agria y una plaga de babosas
hambrientas.
El mago no podía
dormir ni comer con el cazo a su lado, pero éste se negaba a separarse, y él no
podía hacerlo callar ni obligarlo a estarse quieto.
Llegó un momento
en que el mago ya no pudo soportarlo más.
—¡Traedme todos vuestros
problemas, todas vuestras tribulaciones y todos vuestros males! —gritó, y salió
corriendo de la casa en plena noche, con el cazo saltando tras él por el camino
que conducía al pueblo—. ¡Venid! ¡Dejad que os cure, os alivie y os consuele!
¡Tengo el cazo de mi padre y solucionaré todos vuestros problemas!
Y así, perseguido
por el repugnante cazo, recorrió la calle principal de punta a punta, lanzando
hechizos en todas direcciones.
En una casa, las
verrugas de la niña desaparecieron mientras ella dormía; la burra, que se había
perdido en un lejano brezal, apareció mediante un encantamiento convocador y se
posó suavemente en su establo; el bebé enfermo se empapó de díctamo y despertó
curado y con buen color. El mago hizo cuanto pudo en cada una de las casas
donde alguien padecía alguna dolencia o aflicción; y poco a poco, el cazo, que
no se había separado de él ni un solo momento, dejó de gemir y tener arcadas y,
limpio y reluciente, se quedó quieto por fin.
—Y ahora qué,
Cazo —preguntó el mago, tembloroso, cuando empezaba a despuntar el sol.
El cazo escupió
la zapatilla que el mago le había metido dentro y dejó que se la pusiera en el
pie de latón. Luego se encaminaron hacia la casa del mago, y el cazo ya no
hacía ruido al andar. Pero, a partir de ese día, el mago ayudó a los vecinos
como había hecho su padre, por temor a que el cazo se quitara la zapatilla y
empezase a saltar otra vez.
J.K.Rowling