Un viajero
llevaba ya varias horas caminando cuando, a lo lejos, vio un precioso árbol en
el que cobijarse del sol.
Una vez allí se
tumbó bajo su sombra y se sorprendió de lo bien que se encontraba. Comenzó a
imaginar lo maravilloso que sería disponer de un cesto con comida para mitigar
el hambre que traía.
Y, de pronto, a
sus pies, apareció un gran cesto con queso, pan, aceite…
—¡Vaya! —exclamó,
este debe ser uno de esos árboles de los deseos que dicen que hay por la zona,
¡qué suerte he tenido!
Mientras comía se
imaginó también bebiendo un buen vino. Visualizó cómo llenaba una copa y se la llevaba
a la boca. Visualizó que el vino entraba en su garganta y llegaba hasta el
estómago. Y en ese mismo instante, una botella de vino apareció junto a él.
El hombre no se
lo podía creer, todo lo que imaginaba, todo lo que visualizaba en su mente se
convertía en realidad.
Había acabado ya
de comer y se dio cuenta de que, aun estando bajo la sombra del árbol, tenía
mucho calor, pues el sol castigaba fuerte esas tierras.
Comenzó a
imaginar lo bien que se encontraría si aparecieran unas cuantas nubes en el
cielo y soplase una suave brisa. Con los ojos cerrados lo visualizó de tal
manera que, poco a poco, fue sintiéndolo.
En cuanto los
abrió descubrió que el viento estaba empujando las pocas nubes que había y
estas estaban tapando el sol.
Le habían hablado
muchas veces de esos árboles de los deseos pero jamás pensó que los rumores
eran reales.
Estaba tan bien
allí que decidió que era un buen momento para dormir una siesta antes de
continuar su camino. Pero cuando empezaba a dormirse se dio cuenta de que aquella
era una zona solitaria en la que solían frecuentar tigres.
Comenzó a tener
miedo, no paraba de temblar al imaginar que venía un tigre y le atacaba.
Y justo en ese
momento apareció un tigre y se lo comió.
Eloy Moreno