Érase
una vez una muñequita llamada Karolina que vivía en un país lejos del mundo de
los humanos.
La Tierra de las Muñecas era un gran reino que se
extendía a lo largo de kilómetros y más kilómetros en todas direcciones. Al
este estaba el mar, y al oeste unas montañas de cristal surgían de la tierra y
se elevaban hacia el sol. En los tiempos en que gobernaban el sabio rey y su
reina, el cielo siempre lucía el azul del verano, la luz de la luna era pura
como la plata y nadie envejecía ni se demacraba.
Al otro lado del mar, en cambio, se extendía un país
oscuro. Sus habitantes, unas ratas enormes con un apetito aparentemente tan
grande como el propio océano, habían sido creados por un brujo malvado a partir
de sombras, lágrimas y ceniza. El rey y la reina de las muñecas temían que un
día las ratas tuvieran tanta hambre como para invadir su país, trayendo consigo
su crueldad y sus ansias desmedidas.
Pero Karolina no sabía nada de esos rumores. Vivía
en una minúscula casita junto a un arroyo que discurría entre dos verdes
colinas. Las cortinas las había tejido con flores silvestres y las paredes de
la casa estaban hechas de trozos de galleta, aunque ella nunca sentía la
tentación de comérselas. La dulce casita era todo lo que deseaba Karolina, ya
que ella no era reina, ni rey, ni siquiera princesa; ella era costurera.
Hacía vestidos de baile de satén y chalecos de
terciopelo, faldas con un gran vuelo, como las alas de las mariposas, y
elegantes chaquetas con botones dorados. Y lo mejor de todo: cosía deseos a
cada prenda de ropa con su aguja e hilo. Cada deseo era una esperanza
incumplida, un cuento a medio tejer que necesitaba un final. Pero Karolina no
podía conceder los deseos que le susurraban; su magia no llegaba a eso.
R. M. Romero (El fabricante de muñecas)