Empezar una historia (III)

 


Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.

Aquí tenéis tres principios de cuentos pertenecientes a Roald Dahl, del libro "Cuentos completos".


Mi querida esposa

Durante muchos años he tenido la costumbre de echar la siesta después de la comida. Me siento en un sillón en el cuarto de estar, apoyo la cabeza en un cojín y los pies en un pequeño taburete de piel y leo hasta quedar dormido.

Aquel viernes por la tarde yo estaba cómodamente en mi sillón con un libro entre las manos: El género de los lepidópteros diurnos, cuando mi esposa, que nunca ha sido una persona silenciosa, comenzó a hablarme desde el sofá de enfrente.

—Estas dos personas. ¿A qué hora vienen?

No contesté, ella repitió la pregunta, esta vez más fuerte. Le dije cortésmente que lo ignoraba.

—No me gustan demasiado —dijo ella—, en especial él.

—Sí, querida, tienes razón.

—Arthur, digo que no me gustan demasiado.

Bajé mi libro y la miré. Estaba recostada en el sofá hojeando una revista de modas.




La visita



No hace mucho tiempo, un voluminoso cajón de madera fue depositado en la puerta de mi casa por el servicio ferroviario de reparto a domicilio. Se trataba de un objeto insólitamente resistente y bien construido, hecho de algún tipo de madera dura, de color rojo oscuro, bastante parecida a la caoba. Lo levanté con mucha dificultad y, tras ponerlo sobre una mesa del jardín, lo examiné cuidadosamente. En uno de sus lados decía que había llegado de Haifa a bordo del Waverley Star, pero no pude encontrar el nombre ni la dirección del remitente. Traté de pensar en alguien que viviese en Haifa o por allí y que deseara enviarme un regalo magnífico. No se me ocurrió nadie. Me dirigí lentamente hacia el cobertizo donde guardaba los aperos de jardinería sumido aún en profundas reflexiones sobre el asunto, y volví con un martillo y un destornillador. Luego empecé a levantar con mucho cuidado la tapa del cajón.

¡Estaba lleno de libros! ¡Unos libros extraordinarios! Uno por uno los fui sacando del cajón (sin hojearlos aún) y los dejé sobre la mesa, formando tres montones elevados. Había veintiocho volúmenes en total y he de confesar que eran bellísimos. Cada uno de ellos estaba encuadernado idéntica y soberbiamente en lujoso tafilete color verde, con las iniciales O. H. C. y un número romano (del I al XXVIII) estampado en oro sobre el lomo.

Cogí el volumen que tenía más a mano, el número XVI, y lo abrí. Las páginas, blancas y sin rayar, aparecían rellenas de una letra pequeña y pulcra escrita con tinta negra. En la portada constaba una fecha: «1934». Nada más. Cogí otro volumen, el número XXI. Contenía más páginas escritas con la misma letra, pero en la portada decía «1939». Lo dejé sobre la mesa y cogí el volumen I con la esperanza de encontrar en él un prefacio o algo parecido, o tal vez el nombre del autor. En lugar de ello, dentro de la cubierta del libro encontré un sobre. Iba dirigido a mí. Extraje la carta que contenía y eché un rápido vistazo a la firma. Oswald Hendryks Cornelius, decía.

¡Era el tío Oswald!

Ningún miembro de la familia había tenido noticias del tío Oswald desde hacía más de treinta años. 

 

 La princesa y el cazador furtivo

Aunque ya había cumplido los dieciocho años, Hengist seguía sin mostrar deseo alguno de ser cestero como su padre. Incluso se negaba a recoger mimbres en el río. Sus padres, muy entristecidos por esta circunstancia, eran lo bastante sensatos como para saber que casi nunca sirve de nada forzar a un joven a que trabaje en un oficio que no le gusta.

Hengist era un joven de aspecto extraordinariamente desagradable. Con su cuerpo achaparrado, sus piernas cortas y arqueadas, sus brazos larguísimos y su cara arrugada, recordaba a un simio o un gorila. Era fortísimo, capaz de hacerle un nudo a una barra de hierro de cinco centímetros de grueso, y en una ocasión sacó en brazos de una zanja a un caballo que había caído en ella.

Naturalmente, Hengist se interesaba por las muchachas. Sin embargo, y como era de esperar, ninguna doncella, ni hermosa ni fea, manifestaba por él ningún interés. Hengist era, sin duda, bastante simpático, pero el grado de fealdad que una mujer puede tolerar en un hombre tiene un límite, y Hengist lo superaba de largo. De hecho, tan extrema era su fealdad que excepto su madre ninguna mujer quería tener tratos con él. El muchacho se sentía afligido por este hecho a todas luces injusto, pues nadie es responsable de su aspecto.