Empezar una historia (I)

 

Para empezar a escribir nuestra historia, nada mejor que leer a los grandes escritores. Ya sabéis, es muy difícil escribir bien si no leemos. De ellos, aprenderemos el cómo.

Aquí tenéis cinco principios de cuentos pertenecientes a Jose María Merino, de su libro "Cuentos del reino secreto".


El nacimiento en el desván

En tres días se puso oscuro y frío, hasta que acabó por nevar. Él se había quedado dormitando en el sillón, como de costumbre, cuando Gregoria llegó corriendo.
—¡Nevando en junio! —voceaba—. ¡Nunca se viera cosa igual! ¡Despierte! ¡Nieva!
Se levantó, asustando al gato que dormitaba también tumbado a sus pies, y se acercó a los ventanales. Los copos pequeños, en masas nutridas, desaparecían de modo instantáneo al tropezar con los tejados y la tierra de la calle. Por encima de aquel espeso torrente blanco, y a pesar de las nubes oscuras, la tarde resplandecía.

 

 

La prima Rosa

Mi prima metió la llave en la cerradura y se ayudó con ambas manos para hacerla girar. Empujó la puerta, que se abrió con resistencia chirriante. La negrura, abalanzada de pronto sobre nosotros, se detuvo en el mismo quicio y quedó entreverada por súbitos flecos de claridad.

—Hala, pasa —me dijo.

 

 

Buscador de prodigios

Por la mañana, mi abuelo me dijo que tenía que acompañar al buscador de prodigios.

—Julianín, hijo, vas a subir a esos señores hasta la cueva. Te llevas la mula. Tu madre os va a poner la comida y mantas. Mañana por la mañana regresáis.

El buscador de prodigios mojaba en el café con leche tajadas de hogaza untadas de mantequilla y miel, y se las comía a grandes mordiscos. Estaba muy inclinado hacia delante y había extendido sobre la mesa el brazo izquierdo, rodeando el tazón, como en un gesto inconsciente de protección y resguardo de su desayuno. Su mujer comía también, pero sin muchas ganas, con la mirada perdida. Era una chica joven, de ojos claros, con un pelo pajizo y lacio que le caía sin gracia alrededor de la cabeza.

 

 

Valle del silencio

—Acaso para ti, por tu origen, todo esto sea más familiar —dijo Lucius Pompeius—. Pero te confieso que yo he recorrido muchos caminos del mundo bárbaro y no he hallado un sitio donde los misterios acechen de tal modo.

Empezaba a amanecer sobre el paisaje plácido. Sólo los trinos de los pájaros servían de contraste al silencio que reposaba sobre todo como una bóveda suave y transparente. A los lados, las altas peñas se iban iluminando con el resplandor blanco amarillento del sol primero.

Ellos llevaban sus monturas al paso, mientras se adentraban en el valle. Las pisadas de los caballos retumbaban en las oquedades del monte.

 

 

El soñador

Despertó en el más seguro olvido de todo: de su identidad, del lugar en que se encontraba, de los objetos que lo rodeaban entre la penumbra suave. Era como si acabase de aparecer en una realidad recién creada, sin pasado ni precedente alguno.

Sin embargo, aunque se mantuvo expectante, no tuvo miedo. Olía a humo de leña, a sopas, y una conversación retumbaba con sonoridad doméstica y regular en el piso de abajo, a través del entarimado.

Fue entonces capaz ya de encontrar algo reconocible: la voz chillona de Inés, alternando sus palabras con una voz juvenil. Al punto recordó la amplia cocina, con el gran escaño, el pote colgado sobre el fuego, el gato dormitando a un lado de la lumbre, y supo ya quién era, reconociendo, más allá de las grandes cortinas, el viejo armario de techo a dos aguas —tal que una pequeña casa de madera— y los vidrios emplomados que azuleaban la luz de la mañana.